Entre algodones...
Nací un día de primavera, la fecha poco importa y hace cuánto tiempo todavía menos.
Siempre he pensado que la edad depende
de la mochila que llevamos a nuestras espaldas forjada de nuestras
experiencias, buenas, malas y sobre todo de aquellas que nos desgarra el alma,
pero que son éstas las que en verdad nos aportan más experiencia.
Me llamo Dulcinea, pero no soy aquella
sobre la que Cervantes tantas líneas en la que fue su obra maestra dedicó;
aunque mi apellido tiene el suficiente abolengo como para que durante toda la
vida haya sido el causante de aportarme todas las riquezas materiales —que
jamás nadie imaginó tener— y que a la par me llenó de soledad, de
incomprensión...
Mi madre me trajo al mundo entre
algodones. Estaba rodeada del servicio que la asistían y de la comadrona del
pueblo que le ayudaron a traerme al mundo en la cama de su alcoba, como antes
se hacía.
Crecí en un mundo carente de
sentimientos verdaderos y en un ambiente en el que todos iban con el disfraz de
la hipocresía. Disfraz, que muy a mi pesar he llevado durante años, pero que al
fin pude quitarme, quizás demasiado tarde, pero lo importante es que me despojé
de él.
Cuando nací mi padre estaba de caza
con el Rey Alfonso XIII en Riofrío —había invitado a todas sus camaradas—, como
su alteza real solía decir.
Para cuando una persona del servicio
le dio el recado, ya había salido de las entrañas de mi madre.
Había nacido sana, regordeta y ya era
lo suficiente inquieta como para que mis progenitores intuyeran los quebraderos
de cabeza que más adelante les daría.
A mi padre, mi nacimiento no le agradó
y más cuando supo que era una mujer. Sabía que el tiempo pasaba y mi madre no
tenía más tiempo fértil para engendrar el varón que él deseaba para que éste se
hiciera cargo del marquesado y por ende llevar todos los negocios y el título
que él mismo heredó con la muerte de mi abuelo, el marqués de Sagasta.
Mi madre cada vez se sentía más repudiada
por mi padre, un sin par de sentimientos anidaban en lo más profundo de su ser.
Se debatía entre la felicidad por haber sido madre y por primera vez haber
conseguido llevar a buen puerto su tan deseado embarazo —después de los tres
abortos que tuvo antes de que yo llegase a este mundo—, y desdichada por no
haber sido capaz de dar a su marido el varón que él tanto ansiaba.
Sólo encontraba un ápice de consuelo
al mirarme mientras me daba el pecho, únicamente en esos momentos se olvidaba
de los desprecios que mi padre le hacía.
Gracias a su fortaleza y a su
entereza, crecí entre algodones al margen de las tormentas que mi madre
aguantaba en soledad debido a la ira de mi padre.
Ya sobra decir que el matrimonio de
mis padres había sido como todos por aquél entonces de conveniencia e impuesto
por su abolengo.
El tener más tierras nunca restaba;
sino que aportaba más riqueza a las que mi padre heredó de mi abuelo.
Mi padre nunca amó a mi madre, pero si
bien es cierto que jamás nos faltó nada. —¡Faltaría más!— que dirían de él en
la corte: Un grande de España se desentiende de su familia. —¡Jamás!—, el que
dirán le importaba tanto o más como el que aumentase la riqueza de su
patrimonio.
Mi madre fue educada para ser una
mujer de actitud intachable, sumisa y obediente; aunque años más tarde me
rebelaría su gran verdad; verdad, que no distaba con mi forma de ver la vida. Se
recuperó con facilidad del parto, se dedicó con más vehemencia a cumplir su
papel de marquesa de cara a la sociedad, mientras que mi padre, sin vergüenza
alguna y sin un ápice de tacto se iba de "correrías" con los
camarillas del Rey Alfonso XIII, que por aquel entonces ya se sabía a gritos el
affaire que éste mantenía con la actriz Carmen Ruiz Moragas.
Pese a que mi madre de sobra sabía los
desdenes de mi padre, jamás descuidó su atención hacía él. Ya entonces y pese a
la opinión de alguna mujer feminista, se juzgaba la manera de vestir de un
hombre con la manera de ser de la mujer que detrás de éste había.
Aquél diecisiete de mayo, el día de mi
nacimiento, fue para Manuel y María, mis padres, un antes y un después en su
vida íntima de alcoba. Si antes ya era escasa, lo justo, para que mi padre la
visitara para preñarla, ahora... ya ni una mirada cómplice se intercambiaban.