lunes, 26 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: La hipocresía, mi disfraz


Gracias al fingido cambio de mi actitud, conseguí que mi padre se apiadase de mí y aceptó de buen grado la propuesta que la marquesa le hizo.

En lugar de quedarme en casa de la marquesa para dar a luz en clandestinidad, les pareció bien que el hijo de la marquesa —militar e incapacitado para tener hijos debido a que en unos ejercicios militares tuvo un accidente—y conocido por mi padre, se viniera conmigo a Laussane, para así poder estar cerca de mi madre y arropada por el servicio y recibiendo las mil atenciones de mi tan querida y extrañada Aurora.

Fernando, mi futuro prometido, era un hombre afable, correcto, pero insulso. Aunque no deseaba, ni me imaginaba tenerle que hacer feliz en el lecho, éste, con su actitud me demostraba que no me iba a exigir tal sacrificio. Gesto que le honraba, puesto que no estaba dispuesta a que ningún hombre me tocase.

A mi regreso a Laussane y después de la mirada escrutadora y hostil que mi padre me dedicó, pude recibir, aunque a escondidas el cálido abrazo de mi madre. —¡Cuánto la extrañaba!—. Pese a su falta de carácter por temor a las represalias de mi padre, no dejaba de ser mi madre. La madre que me trajo a este mundo entre algodones y que con el tiempo me daría cuenta de que el comportamiento abnegado de mi madre era para que pudiera estar a su lado. Ahora que yo iba a pasar por el trance de la maternidad y que iba a contraer nupcias sin sentir amor hacia Fernando; comprendía que todo silencio, sacrificio y sumisión, era el mismo que yo iba a poner en práctica. Todo porque no me separasen de mi hijo.

Estando ya de tres meses, el malestar que tenía cada mañana comenzaba a remitir. La tranquilidad, el sosiego y la belleza se hacían presentes en mi vida y en mí. Estaba propuesto que contrajera nupcias el mismo día que Felipe se iba a casar.

—¡Le dijeron que había muerto!—.

—¡Me sentí morir!—, quería ir a verle, decirle que en mi vientre albergaba el fruto de aquella noche. Y, sin embargo, si quería que mi embarazo fuese a buen puerto, tenía que intentar olvidar el amor que por vida sentiría hacía él.

El único consuelo que me quedaba era saber que parte de él me iba acompañar el resto de mis días.

Tal vez tendría los hoyuelos de Felipe y esa mirada que me enamoró, tal vez algún día y de algún modo pueda decirle: —¡Felipe, éste es nuestro hijo!—.


Pese a que nunca me han gustado los carnavales, me veía obligada de por vida a estar disfrazada, a ser falsa, hipócrita... Pero por mi hijo, por el bien de mi hijo, no me importa incluso actuar en contra de mis principios y si fuera preciso hasta perder la dignidad. A fin de cuentas, la mentira no es sino un disfraz de la verdad.
 

domingo, 25 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: La fierecilla domada

 

Los vómitos por las mañanas y los mareos se habían convertido en mis acompañantes habituales.

Una mañana en la que los mareos fueron más fuertes de lo normal, puesto que para no engordar evitaba ingerir cualquier tipo de alimento, me desplomé en el suelo del comedor del internado a la hora del desayuno.

Mi tutora se presentó en el despacho del director y éste enseguida avisó a mi tía Matilde.

Afortunadamente mi tío estaba trabajando, aunque la noticia le llegó rápidamente por medio de la sumisa de mi tía.

Entre todos me obligaron a confesar que estaba en estado.

—¡¿Embarazada?!, ¿cómo tienes la desfachatez de quedarte en estado a tu edad y sobre todo sin estar casada?— dijo mi tío con un tono de ira y fuera de sí.

—Estás en edad de estudiar, de forjarte un porvenir y prepararte para ser digna y merecedora de heredar el marquesado. —¡Qué dirán ahora tus padres! ¡No tienes ni idea de la deshonra que nos has causado a todos!—. Tus padres te trajeron aquí para tratar de enderezarte y resulta que ya está completamente perdida tu honra como mujer y por ende la reputación de toda la familia.

—¡Me avergüenzo de ti, Dulcinea!—. Me dijo mi tío.


Estaba aterrada, —¡qué bochorno me hicieron pasar!—.


No sé qué me molestó más, si las palabras de mi tío o el saber que mis compañeras de clase estaban con la oreja pegada tras la puerta escuchándolo todo.

Desde ese día, y hoy, tengo claro que ciertos temas hay que tratarlos con mucha discreción y tacto. —Aunque deseé parar el tiempo, fue inevitable—.

El director aleccionado por mi tío llamó a mis padres para darles la noticia. Se presentaron en el internado a la semana siguiente. Acordaron con la marquesa de Yuste que se haría cargo de mí, hasta que diese a luz y una vez alumbrado a mi hijo, tenían el propósito de arrebatármelo para darlo en acogida a una familia que le criase, evitando de esta manera el escándalo, apartándome de la sociedad y si algunas de mis amistades preguntasen por mí, dirían que mi ausencia se debía a estar estudiando.

Nadie contó con mi opinión, toda mi familia decidió por mí; pero tenía claro que algo tenía que hacer por mi hijo. Para mí no era una desgracia y mucho menos un motivo del que avergonzarse, sino que era el fruto del amor, el único recuerdo latente en mi foro interno del día que por primera vez me hicieron el amor.

La marquesa de Yuste tenía que dar parte a mis padres diariamente de mi comportamiento y quedaron asombrados al verme convencida de mi decisión de entregar a mi hijo. Aunque ésta al verme con un corazón tan noble me hizo ver que lo mejor sería contraer matrimonio con su hijo, que se había quedado viudo y sin descendencia, y éste reconocería a mi hijo, como hijo propio, si yo a cambio admitía el grave error que había cometido y prometiéndola que intentaría arrancar de mi corazón el recuerdo de Felipe.

Aunque era joven, quizás demasiado; pero el haber estado durante años devorando libros y libros en las horas de soledad, para paliar el recuerdo de Felipe.

Uno de ellos, una obra maestra de Shakespeare hizo que me diera cuenta de que lo mejor que podría haber hecho era que al igual que la protagonista hizo creer que su actitud había cambiado sin ser verdad.





—¡Yo, Dulcinea!—, no iba a ser menos. He iba hacer una pantomima para que los demás creyesen que había dejado de ser lo que en el fondo y hasta el fin de mis días sería...
la fierecilla domada.

 

sábado, 24 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: La vida es un sueño, y los sueños, sueños son...

De repente un ruido ensordecedor nos hizo abandonar el sueño en el que por un instante habíamos creado. Aurora, impulsada por el temor de no encontrarme en mis aposentos y dejándose llevar por su intuición, bajó a las caballerizas y allí nos vio: desnudos y habiendo dado paso a la locura de destruir mi honor como mujer.

—¡Dulcinea!, haz el favor de vestirte, te espero en tus aposentos y corre, tu padre está a punto de levantarse—. Me lo dijo en un tono donde se podía apreciar la decepción y vergüenza que sentía hacía mí y sobre todo por lo que sus ojos habían visto.

Nos vestimos los más rápido que pudimos, tan solo un beso rápido y fugaz nos pudimos dar.

Tenía miedo de que mi padre, al enterarse, le mandase lejos, muy lejos.

Las palabras que Aurora me dedicó y sobre todo el tono en que lo hizo, fue de lo más suave que pude escuchar.

Pese a mis ruegos de que no contase nada a mis padres, la lealtad, que tenía hacía mi madre hizo que ésta le contase lo sucedido.
Nunca llegué a entender porque tanta furia hacia algo tan natural como que dos personas se amasen; yo no estaba aquí porque una despistada cigüeña dejase caer un arrullo con un bebé dentro de la chimenea, sino porque en un momento determinado mis padres se entregarían a la pasión y fruto de esa unión nací yo.

Pero no lo comprendieron. Ilusamente pensé que teniendo una conversación con mi madre de mujer a mujer al menos ella estaría a mi lado y me apoyaría.

No me dio opción a explicarme, desaprobó cualquier palabra que pronunciaba haciendo oídos sordos a mis súplicas.

Cuando mi padre regresó a casa se lo contó de inmediato. Mi padre enfureció y su rabia la descargó en mí. Todavía hoy, cuando me ducho y ya ha pasado mucho tiempo, todavía, noto las cicatrices fruto de la paliza que me propinó con el cinturón.

Entre lamentos, recuerdo que le imploré que no se vengase en Felipe, que lo hiciera contra mi persona, pero no con él.

Él era la única persona que me entendía y con la que realmente podía ser yo y ser feliz.

Mis ruegos cayeron en saco roto, días más tarde cuando me dejaron salir de la boardilla, donde me habían encerrado para no tener ningún tipo de contacto con él, me enteré por Aurora que le habían mandado de regreso a España a cargo de la hacienda. A sabiendas de que mi padre era el encargado de llevar la contabilidad personal del rey Alfonso XIII y conocía que éste tenía una cuenta donde cada mes mandaba dinero a su querida, con toda seguridad los republicanos no le tratarían bien, más todo lo contrario no pararían hasta que éste diera algún tipo de información; algo que Felipe desconocía por completo.

Nunca pude sentir más empatía hacia la reina Juana de Castilla —hija de los Reyes católicos—, al sufrir en mis propias carnes como poco a poco se puede perder la cordura, como en su día ella lo hizo por Felipe el Hermoso. Aunque mi Felipe, no tenía la ambición desmesurada que éste anterior tenía; mi amor, mi Felipe, solo ambicionaba ser el rey de mi corazón. No me internaron en un convento en Tordesillas, pero sí me enviaron a Holanda —a un colegio interno—donde estaba el hermano de mi padre.

Mi tío, no tenía mucho carácter, más bien era una marioneta que dejándose llevar por el maldito dinero que mi padre le daba de la parte de la herencia de le correspondía de su padre y que mi abuelo, a sabiendas de lo derrochador que mi tío era, le nombró a mi padre el albacea de su testamento. Por lo que no podía encontrar ningún aliado en él, sino todo lo contrario. Aunque apenas me visitó el tiempo que estuve, me constaba que había un miembro de seguridad a la salida del colegio pendiente por si en algún momento dado se me pasaba por la cabeza el huir hacia España para reencontrarme con Felipe.

Conforme pasaron las semanas, mi estado de salud se iba debilitando. A penas probaba bocado y cuando lo hacía, terminaba devolviéndolo. Los desmayos a primera hora de la mañana eran cada día más habituales. Tarde poco en darme cuenta de que estaba en cinta.

Estaba feliz, aunque intuía que al enterarse mis padres harían cualquier cosa para separarme de mi hijo.

—¡Menuda deshonra para el Marquesado de Sagasta!, un bastardo el futuro heredero y lo peor de todo, hijo de un vulgar obrero, sin clase ni abolengo—.

Quien sí venía muchas veces a visitarme era tía Matilde. Era una mujer muy bondadosa, aunque sin carácter. Por lo que sería absurdo pedirla ayuda. Su marido y sobre todo mi padre lo impedirían.
Es difícil afrontar la maternidad y sobre todo cuando hace poco tiempo entre mis brazos sostenía un muñeco que con ternura acunaba y depositaba en su cuna, instantes antes de que Aurora entrase en la habitación para arroparme y apagar la luz del candil. En unos meses no sería un muñeco lo que sostendría entre mis brazos, sino un ser humano con vida propia.

Dicen que la adolescencia marca y no lo dudo, pero cuando además se afronta la maternidad, no sólo te marca, sino que de golpe y porrazo te das cuenta de que como bien citó Calderón de la Barca en su grandiosa obra: La vida es un sueño, y los sueños, sueños son…


viernes, 9 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: La literatura y yo


Pese a que mi infancia la pasé entre algodones, mi adolescencia fue más rebelde que la de cualquier chica de mi clase por aquél entonces.

Y aunque todavía me quedaba poco para cumplir la mayoría de edad, tenía muy claro que mi sueño distaba mucho de tener que llevar las riendas del marquesado, no porque no me viera capacitada, sino porque lo único que realmente me hacía feliz: era escribir.

La literatura y yo éramos cómplices desde hace muchos años. Mi pasión por la literatura nació justo cuando Aurora para mi cumpleaños me regaló un diario para aplacar esa rebeldía que de manera irracional se apoderó de mí. Y que espero que algún día llegue a caer en buenas manos y tal vez, verse editado.

No quería saber nada de la alta sociedad, ni de absurdas fiestas de alto copete en las que tenías que comportarte ridículamente con la sonrisa permanente y en ocasiones —soportar— un largo besamanos en los que para mayor inri nunca conocías a la mayoría de las personas.


Mi mundo era la literatura y todo lo demás un papel que la vida y mis padres me obligaron a interpretar y que de mala gana cumplía.


Cada día odiaba más a mi padre, una noche en la que discutió con mi madre, por un instante me entraron ganas de coger un cuchillo y aprovechar la hora de su sueño, para cortarle el cuello, arrebatarle la vida y de esta manera ver a mi madre feliz sin ser esclava de un monstruo.


No soportaba su manera de ser y odiaba tener que comportarme como una dama de puertas para fuera. Jamás imaginé que un sentimiento tan oscuro pudiera apoderarse de mí, pero lo hizo.


En los estudios cada día iba peor; mi desgana junto con la inestabilidad emocional que había en mi hogar fueron el detonante para que tomase la decisión de escaparme de casa.


Sabía de sobra que esta decisión arañaría las entrañas a mi madre, pero estaba cansada, muy cansada...


Sólo escribir en mi diario conseguía calmar esta desazón.


—¡Ay, Aurora! ¡Tú si que me conocías!, mucho más que mis propios progenitores.


Justo el día de mi cumpleaños, el diecisiete de mayo, vi que Felipe estaba en las caballerizas. Ambos, después de muchos días de charla, llegamos a la conclusión de que la única manera de liberarme del destino que mi familia me tenía preparado era huyendo: poniendo tierra de por medio.

De camino a la ciudad para dar un paseo, pasamos por Villa Fontain, el palacete donde residía Victoria Eugenia de Battenberg. Ena, para sus allegados.

Apenas intercambiamos un correcto saludo —como todo gesto que ella tenía—, sus orígenes británicos eran innegables. Nada se la podía reprochar, salvo su retraído carácter. Aunque siempre estuve convencida de que, en el fondo de su corazón, ella misma se sentía culpable por tener la sangre contaminada por la enfermedad de la hemofilia, —como decía su marido el rey Alfonso XIII—.


Después de dar un paseo por la ciudad, nos encaminamos de regreso a casa. Habíamos quedamos en irnos al amanecer, antes incluso de que el personal del servicio se levantase.

Al caer la noche, después de que mi institutriz se encargase de ponerme el camisón y apagar la luz del candil, cogería lo imprescindible, para al amanecer irme con Felipe, para poder ser libres y amarnos sin ataduras ni cortapisas.


Tenía pensado una vez llegásemos a destino, mandarle una misiva a mi madre sin remite —para que no supiera de mi paradero—, poniéndola en su conocimiento el porqué de mi decisión y que comprendiese que al lado de Felipe era feliz.


Ya bien entrada la noche, escuché un sonido lo suficientemente fuerte como para sacarme del sueño. El sonido provenía de la ventana, cuando me incorporé para ver de qué se trataba, vi a Felipe, me dijo que teníamos que hablar, que era urgente.


Me puse la bata y tratando de hacer el menor ruido posible, me dispuse a bajar las escaleras, para atravesar el vestíbulo e ir a su encuentro. 

—¿Estás loco?, le reproché—.

—Has de disculparme, pero me urgía hablar contigo. Necesito saber si lo que te empuja a escaparte conmigo, son tus sentimientos o la necesidad de huir para ser libre.

—No admito que pienses así. Lo que verdaderamente me empuja a irme contigo no es sino mis ganas de vivir contigo. Te amo. Y de no hacerlo de esta manera, cuando cumpla la mayoría de edad, mis padres ya tienen pensado desposarme. Sé que corres un gran riesgo, si nos cogen la pena de muerte sería tu condena al ser yo menor de edad. Pero tenemos que intentarlo, prefiero morir a tu lado y por amor, que estar muerta en vida.


Fue en este instante cuando nuestros labios se unieron por primera vez. No sabía que se sentía al besar, mi estricta educación me impedía besar a ningún varón sin antes estar desposada. —¡Ridículos y obsoletos principios!—.


Por temor a ser vistos por los miembros de seguridad que mi padre nos había puesto, por miedo a que algún republicano diera con su paradero, nos fuimos a las caballerizas para no ser vistos por ellos. Allí solo hacían ronda a primera hora de la noche.


Siempre había escuchado a hurtadillas en las reuniones que mi madre hacía con sus amigas, que, en la noche de bodas, el hombre debía guiarte y era entonces cuando te convertías en mujer.


—¡Nunca estuve de acuerdo!—. Yo, nací siendo mujer, lo otro es una experiencia maravillosa por la que toda mujer termina pasando tarde o temprano.


Unos besos castos dieron paso a la pasión, al desenfreno.

Me educaron para ser una dama y en ese instante: solo era una joven más enamorada.

Descubrí entre sus brazos el deseo y la pasión.

Cuando extasiados de placer, se tumbó a mi lado, pude observar ya sin pudor su cuerpo desnudo. Me llamó la atención ver su miembro manchado con mi sangre. Lloré, me sentí avergonzada. Todavía recuerdo la ternura de sus caricias, lo delicado que fue al entrar en mí. Y sobre todo recuerdo el amor que en ese instante se forjó con más fuerza y para siempre.

Quizás quise vivir demasiado rápido, tal vez era demasiado joven, cuando tendría que estar formándome para llevar el marquesado. Pero mi mundo era la literatura y mi máxima aspiración escribir algún día, mi vida, mi historia.


Escribir ya era entonces mi forma de hablar y Felipe era el hombre que hacía que me sintiera como una diosa en un mundo terrenal.



miércoles, 7 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo "Final de la monarquía, principio de mi libertad"

 

                Aunque han transcurrido muchos años desde mi infancia, los primeros recuerdos que se me quedaron grabados a fuego, fue la primera vez que vi a mi madre arrodillada delante de un crucifijo implorando a Dios que todo terminase.

          En las elecciones municipales del doce de abril de mil novecientos treinta y uno, se aprobó la dictadura española en la mayoría de las ciudades, de manera que la familia real tenía que irse al exilio. Los monárquicos sabían que sus fortunas peligraban si se quedaban en España, por lo que la gran mayoría decidieron irse fuera del país que los vio crecer.

          Mi padre pese a lo tirano que era, en cuanto a los negocios se refiere, era un lince y tenía todo su patrimonio económico en Laussana (Suiza).

          Allí teníamos un pequeño palacete y nos trasladamos con las pertenencias justas, dejando al cuidado de la casa y de las tierras a parte de nuestro servicio.

          Ya tenía la edad suficiente para darme cuenta de que mi padre al no estar tan en contacto con el Rey y sus camaradas se sentía solo, por lo que intentó reconquistar a mi madre, pero mi madre no podía olvidar… Solo se limitaba a ejercer de marquesa de puertas para fuera, su educación no le permitía lo contrario.

          Mi infancia, aunque la recuerdo muy lejana, ni puedo, ni pienso, ni quiero olvidar aquellos maravillosos veranos en la Granja de San Idelfonso:

 —¡Eran inigualables!—

          Recuerdo como si fuera hoy mismo, los días en los que Aurora, mi institutriz, me llevaba a pasar el día a la boca del Asno: un área de recreo muy cerca de nuestra casa.

          El sonido del río, el olor de la naturaleza, aquellos emparedados de jamón y queso que con tanto esmero me preparaba y que en más de una ocasión al escuchar el mugir de una vaca —me asustaba—, estos terminaban en el suelo.

          —¡Dulcinea!, has de aprender que la comida no se tira al suelo, algún día, tal vez te falte y valorarás la que ahora has dejado caer—, me decía Aurora cabreada.

 

          Era una mujer afable y muy trabajadora, aunque llevaba tan firme el protocolo y sabía tan bien cuál era su sitio que en ocasiones me exasperaba.

          Ya había sido la institutriz de mi madre, llevaba muchos años al servicio de su familia y una de las cualidades que más se valoraba de ella, era la discreción. Valía más por lo que callaba, que por lo que contaba. Demasiados secretos podían revelar y ninguno de ellos nos beneficiaría que se aireasen.

            Mis padres en Laussana, se relajaron con respecto a mi estricta educación. Ya no me obligaban a recibir clases de piano, aunque si que seguían y por fortuna permitiéndome ir a clases de equitación.  

 

            Ése era el momento en el que más feliz era. En las cuadras estaba trabajando, Felipe, el hijo del capataz. Era cinco años mayor que yo, de carácter amable, aunque serio cuando tenía que serlo; con él y a escondidas podía olvidarme de mi apellido, de mi clase social y mientras que estábamos tumbados en el pajar, mirando las nubes, soñábamos despiertos con tener un futuro en común. Pero todo se quedaba en eso, en un sueño. Mis padres y como era de costumbre por aquel entonces, ya tenían más que decidido quién sería mi futuro marido. Decisión que me gustase o no tenía que acatar. Lo que se esperaba de mí, de una mujer de bien, era que ésta fuese abnegada, buena esposa, mujer de su casa y sobre todo sana para poder asegurar que en su vientre albergaría el heredero que uniría el patrimonio de ambas familias.

 

            —¡Ojalá todo fuera diferente y pudiese ser libre!—

          Con el fin de la monarquía, daba comienzo una nueva etapa en mi vida, la de una adolescente rebelde en busca de sus sueños y de su libertad.