Mi Felipe, besándose con esa mujer. Sentí como el corazón se
desgarraba y hasta casi podía escuchar el sonido que mi corazón hacía al
cuartearse.
Mi Felipe, besándose con esa mujer. Sentí como el corazón se
desgarraba y hasta casi podía escuchar el sonido que mi corazón hacía al
cuartearse.
Desprenderme de la tiara, el collar de perlas naturales y los pendientes de zafiro que me había dejado en herencia mi abuela me costó muchísimo. Pero estoy segura de que si estuviera viva y al saberme enamorada sería la primera en entenderlo.
Una casa de empeño en el centro de Suiza me dio el dinero suficiente como para pagarme el pasaje, hospedarme en un hotel y vivir holgadamente un tiempo.
No quería estar en la finca, de inmediato se lo pondrían en conocimiento a mi familia y eso era lo último que deseaba.
El día se me hizo eterno; comer, tener que estar de tertulia con las amigas de mi madre, leer, todo... se me hacía un mundo. Estaba como pérdida, mi único pensamiento era regresar a España para reencontrarme con Felipe.
En total complicidad con Roque, dejé un hatillo en las caballerizas y al punto de la madrugada él estaría esperando en la salida trasera del palacete para llevarme al aeropuerto.
No era fácil tomar esta decisión, pero si la mentalidad de mi familia fuera otra, nada de esto hubiera sucedido. Si hubieran aceptado mi amor hacia Felipe, ahora él estaría conmigo, cerca de su padre y no a punto de cometer la locura de casarse sin amor al creerme muerta.
Sé que mi partida a mí la madre le iba a doler más que el haber apoyado la decisión de enviarme al internado, y, sin embargo, para mí era un auténtico placer.
Me daba miedo el reencuentro con Felipe y el cómo reaccionaría. Pero como escribí anteriormente en este diario, no aceptaría vivir con la duda de que hubiera pasado si...
No tenía el valor de mirar a los ojos a mi madre, ella mejor que nadie me conocía y ahora lo más prioritario en mi vida era intentar frenar la boda de Felipe y huir de la mía propia. Fernando era un hombre convencional, único, especial tal vez; pero mi Felipe era sin lugar a duda el hombre de mi vida. Era esa persona que aparece en tu vida, que te llena, que te complementa y sientes que es una prolongación de tu propio yo. Felipe era mi alma gemela.
Antes de partir decidí escribir una carta a mi madre. Ahora que yo estaba esperando un hijo, entendía más que nunca el dolor que le causaría mi partida. Pero en lo más profundo de su corazón ella como madre tenía que entender que lo que me empujaba a tomar esa decisión era el amor. El amor incondicional hacia mi hijo y hacia su padre.
Sé que lloraría, sé que dejaría de conciliar el sueño, pero también sé que no hubiese sido capaz de marcharme sin ponérselo en conocimiento mediante palabras, que sabe Dios que me hubiera gustado pronunciar en lugar de tenerlas que silenciar escribiéndolas en un papel.
Abrí el secreter que tenía en mi habitación, cogí unas cuantas cuartillas, la pluma y el tintero para comenzar a escribir la misiva…
Querida madre;
Tenerla que escribir esta misiva es cuanto menos doloroso.
Pero sabe mejor que nadie que cuando el amor se mete en tus entrañas, cuando vives por y para esa persona, cuando sientes que el aire te falta, cuando te sientes inundada de amor... la razón nunca aboga con los sentimientos.
Amo a Felipe como jamás he amado a nadie. Aunque tal vez por desgracia no conozca el significado del amor. Salvo el amor incondicional que sé que siente hacia mí. Me consta las lágrimas que ése al que tengo que llamar padre y respetar como tal le ha causado.
Pero Felipe gracias al altísimo es diferente a padre.
Es desde su humildad, desde su desconocimiento del protocolo y carencia de títulos, el hombre con el que quiero pasar el resto de mis días.
Cuando lea esta carta estaré muy lejos. Estaré bien, no me faltará de nada, salvo vuestra comprensión…
No trato de exonerar mis faltas, pero unos padres no pueden pretender criar a sus hijos a su imagen y semejanza. A un hijo se le puede aconsejar, intentar reconducir si a éste se le ve en peligro, pero es él quien debe con el tiempo coger el rumbo de su propia vida y volar en esa dirección.
Tal vez se estrelle, tal vez se equivoque, pero solamente errando se aprende a vivir.
Trataré de ponerme en contacto con usted lo más pronto que pueda.
Con afectuoso amor de su hija, que le adora.
Dulcinea
Dejé la carta debajo de la almohada, sabía que Aurora al hacer mis aposentos la vería y se la entregaría a mi madre de inmediato.
Aunque llena de dolor e impotencia me iba, pero con la conciencia tranquila al poner en conocimiento a mi madre del porqué de mi huida.
Llevo años escribiendo, la literatura es mi vida y sin embargo escribir en ocasiones duele.
Los días iban pasando, al igual que iban transcurriendo los días de gestación. Soy feliz, cierto; pero la maternidad me asusta, tanto o más como tener que contraer matrimonio con Fernando.
Su comportamiento para conmigo es de lo más correcto, se esmera en agradarme, en que vea la vida como algo maravilloso y sin embargo no puedo evitar pensar en Felipe.
Yo estoy preparada para vivir en un completo hastío, pero no soporto hacerme a la idea de que Felipe pueda amar a otra mujer, me cuesta creer que me haya olvidado. Aunque sólo yacimos una vez, habíamos crecido juntos, nuestra relación estaba forjada por muchos años de amistad, de complicidad y me negaba por completo a creer que todo se había quedado en cenizas.
Nada perdía si intentaba ponerme en contacto con su padre. Él todavía seguía trabajando para nosotros. Tal vez él podría hacerme el favor de entregarle una misiva.
No podía vivir con la duda de que hubiera pasado si…
Nuestros corazones y nuestras almas estaban destinadas a estar el resto de nuestros días juntos. De alguna forma tendría que saber que estaba viva. Y si después de saberlo todavía quería casarse ya solo me quedaría luchar por mi hijo y porque éste en su día conociese la verdad.
Aprovechando que mi padre y Fernando habían viajado a Roma por orden de Alfonso XIII, bajé a las caballerizas con la firme intención de encontrarme con Roque, el padre de Felipe.Le vi de lejos, le llamé y al verme se paró en seco. Por su cara pude darme cuenta de que me miraba como si fuese una aparición, como si no creyera que era yo, su pequeña Dulcinea, esa niña a la que enseñó a montar a caballo.
Me miró impávido y terminó confesándome que durante mi ausencia le habían dicho que había fallecido, y que fue él quien le dio la noticia a su hijo.
—¡No me lo podía creer!—, no entendía como había creído algo así, ahora ya me daba cuenta de lo lejos que era capaz de llegar mi padre con tal de separarme de Felipe y de todo su entorno!
Lo extraño era que no hubiera mandado a Roque a trabajar con su hijo a España. Pero era complicado ya que Roque, era el mejor capataz que podía tener. La tercera generación a cargo de las tierras. Había nacido entre ellas una noche aciaga de primavera y nadie mejor que él conocía y defendería las tierras como si fueran suyas propias.
Al final terminó pidiéndome perdón por su error. Error que estaba a punto no solo de separarle de mí, sino de empujar a su hijo a la desgracia.
Quería ir a España, no podía permitir que diera un paso así, no me bastaba con una misiva que seguramente mi padre interceptaría.
Tenía que buscar alguna manera para ir a su encuentro. El embarazo lo llevaba muy bien, el mayor problema era el monetario. Para poder conseguir dinero para el pasaje tenía que vender algunas joyas que mi abuela me dejó en herencia y hacer esto me partía el alma; sería como vender el recuerdo de quien tan bien me quiso.
Pero ya lo tenía más que decidido, en esta vida todo pasaba por algo. Y ese algo, pese al dolor, era la impotencia de que nunca encajaría vivir sin decirle que estaba viva.
Los vómitos por las mañanas y los mareos se habían convertido en mis acompañantes habituales.
Una mañana en la que los mareos fueron más fuertes de lo normal, puesto que para no engordar evitaba ingerir cualquier tipo de alimento, me desplomé en el suelo del comedor del internado a la hora del desayuno.
Mi tutora se presentó en el despacho del director y éste enseguida avisó a mi tía Matilde.
Afortunadamente mi tío estaba trabajando, aunque la noticia le llegó rápidamente por medio de la sumisa de mi tía.
Entre todos me obligaron a confesar que estaba en estado.
—¡¿Embarazada?!, ¿cómo tienes la desfachatez de quedarte en estado a tu edad y sobre todo sin estar casada?— dijo mi tío con un tono de ira y fuera de sí.
—Estás en edad de estudiar, de forjarte un porvenir y prepararte para ser digna y merecedora de heredar el marquesado. —¡Qué dirán ahora tus padres! ¡No tienes ni idea de la deshonra que nos has causado a todos!—. Tus padres te trajeron aquí para tratar de enderezarte y resulta que ya está completamente perdida tu honra como mujer y por ende la reputación de toda la familia.
—¡Me avergüenzo de ti, Dulcinea!—. Me dijo mi tío.
Estaba aterrada, —¡qué bochorno me hicieron pasar!—.
No sé qué me molestó más, si las palabras de mi tío o el saber que mis compañeras de clase estaban con la oreja pegada tras la puerta escuchándolo todo.
Desde ese día, y hoy, tengo claro que ciertos temas hay que tratarlos con mucha discreción y tacto. —Aunque deseé parar el tiempo, fue inevitable—.
El director aleccionado por mi tío llamó a mis padres para darles la noticia. Se presentaron en el internado a la semana siguiente. Acordaron con la marquesa de Yuste que se haría cargo de mí, hasta que diese a luz y una vez alumbrado a mi hijo, tenían el propósito de arrebatármelo para darlo en acogida a una familia que le criase, evitando de esta manera el escándalo, apartándome de la sociedad y si algunas de mis amistades preguntasen por mí, dirían que mi ausencia se debía a estar estudiando.
Nadie contó con mi opinión, toda mi familia decidió por mí; pero tenía claro que algo tenía que hacer por mi hijo. Para mí no era una desgracia y mucho menos un motivo del que avergonzarse, sino que era el fruto del amor, el único recuerdo latente en mi foro interno del día que por primera vez me hicieron el amor.
La marquesa de Yuste tenía que dar parte a mis padres diariamente de mi comportamiento y quedaron asombrados al verme convencida de mi decisión de entregar a mi hijo. Aunque ésta al verme con un corazón tan noble me hizo ver que lo mejor sería contraer matrimonio con su hijo, que se había quedado viudo y sin descendencia, y éste reconocería a mi hijo, como hijo propio, si yo a cambio admitía el grave error que había cometido y prometiéndola que intentaría arrancar de mi corazón el recuerdo de Felipe.
Aunque era joven, quizás demasiado; pero el haber estado durante años devorando libros y libros en las horas de soledad, para paliar el recuerdo de Felipe.
Uno de ellos, una obra maestra de Shakespeare hizo que me diera cuenta de que lo mejor que podría haber hecho era que al igual que la protagonista hizo creer que su actitud había cambiado sin ser verdad.
—¡Yo, Dulcinea!—, no iba a ser menos.
He iba hacer una pantomima para que los demás creyesen que había dejado de ser
lo que en el fondo y hasta el fin de mis días sería...la fierecilla domada.