Por fin ya era viernes, ya quedaban escasas horas para dejar atrás esta vorágine de sentimientos y comenzar mi nueva vida, lejos de todo aquello que pudiera recordarme a Felipe.
Aunque ver como mi vientre crecía hacía imposible que por más que lo desease con todas mis fuerzas pudiese olvidarme de él.
Recogí mi escaso equipaje, saldé la cuenta del hotel y me dispuse a coger el autobús para ir a Madrid, en ese instante un lugareño se ofreció a llevarme a la ciudad pensando que no tenía posibles.
No acostumbro a cometer locuras de esa índole tan temeraria y sobre todo porque nunca he tenido necesidad de hacerlas. Siempre he tenido a un chofer a mi disposición para que me acercase a cualquier lugar.
Me cuesta creer que mi padre no haya hecho de las suyas para obligar a Roque a contarle la verdad; aunque si fuera un ápice inteligente sabría que lo único que hice es ir hacia donde el corazón me dictaba que debía de ir.
Matías, el señor que me llevó a Madrid, resultó ser el padre de Margarita. —¡El mundo es tan grande y a la vez tan pequeño—.
Por fortuna él no me conocía. Se le veía un hombre bastante confiado y noble, hasta tal punto que durante el trayecto me contó lo preocupado que estaba por su hija. Al parecer por más que Felipe intentaba olvidarme, no lo conseguía. Aunque conociéndole, sé de sobra que con lo responsable que él era, nunca dejaría desatendida a Margarita ni al hijo de ésta, pese a que él fuera un completo desgraciado.
Es injusto que siendo el amor un sentimiento tan grandioso, sea a la par tan imposible de alcanzar en ocasiones y máxime cuando hay factores ajenos a nuestro control. Aunque el verdadero amor está por encima de tener a la persona amada a tu lado. El amor: es abrir la jaula a un pajarillo y dejar que este vuele y se pose en su largo viaje de rama en rama, hasta que por sí solo, después de un agitado viaje regrese al nido donde sabe que le harán sentir como en ningún lugar visitado antes.
El padre de Margarita me llevó en su coche hasta la estación del Norte.
El ambiente que se respiraba en la capital era completamente hostil, de camino a la Plaza de España, dejando atrás y a la derecha el Campo del Moro, pude ver que en el Palacio Real ya no hondeaba la bandera española con su maravilloso escudo; ahora era la bandera tricolor la que hondeaba en lo alto del Palacio, como también adornaba los balcones de muchos hogares españoles donde habitaban republicanos y en otros donde por temor a las posibles consecuencias al abogar con la monarquía podían traerles, la ponían.
Ya no había libertad de hablar sobre la monarquía sin que esta conversación estuviera exenta de graves consecuencias.
Llevaba mucho tiempo sin caminar por la Gran Vía y aunque el jaleo de la capital nunca me había gustado, ahora estaba disfrutando de un agradable paseo y deleitándome la vista con numerosos escaparates de negocios que llevaban años tras años abiertos.
Al llegar al hotel, me dirigí directamente a recepción y una vez allí —como bien me dijo el padrino—me acompañaron hasta mi habitación. Coloqué el escaso equipaje que llevaba conmigo, me di una ducha y descansé hasta la hora en la que había quedado con mi padrino para cenar. El diario que me regalo mi tata Aurora y en donde escribía casi a diario estaba quedándose sin hojas. Me habían sucedido durante todo este tiempo tantas cosas que apenas me quedaban diez escasas páginas para rellenarlo por completo. —¡Tantas vivencias tenía todavía por contar!—. No sé exactamente el tiempo que mi padrino se quedaría en la capital, pero seguramente que estaríamos todo el fin de semana y ya hasta el lunes no partiríamos rumbo a su casa, a un país donde exiliarnos. El ambiente en España era cada vez más insostenible, eran numerosos los rumores sobre una posible segunda guerra civil y que los días para el comienzo de ésta, estaban contados.
Pese al amor incondicional que como española sentía hacía mi patria, me veía obligada a partir y a emigrar, asegurándome así de que mi hijo naciese lejos de cualquier ambiente bélico.
A la hora de la cena, mi padrino llamo por teléfono a mi habitación. Bajé para reunirme con él, en el restaurante donde él ya se había encargado de reservar mesa.
—¡Dios mío, hace unos años eras una niña y ahora eres una auténtica mujer! ¿Cómo estás, princesa? El embarazo, sin duda, te sienta de maravilla. ¡Hace tanto tiempo que no te veía!— decía, mientras que me abrazaba efusivamente.
—Exactamente desde mi comunión. Ya han transcurrido muchos años y sin embargo los años no hacen mella en usted, padrino. ¡Está tan atractivo como siempre!
—¡Serás tunanta! Vaya que si han pasado Dulcinea. Ya empiezo a padecer los síntomas inevitables de la artrosis, hija. Pero... ¡Cuéntame! ¿Qué tal estás?
—¡Bien!, aunque sé que me va a regañar cuando lo sepa. He de confesarle que no he ido al especialista. Todo sucedió tan rápido desde que dejé el internado para regresar a Laussane, que con mi partida y todo lo vivido me he olvidado de algo tan vital e importante.
—¡Diantres, Dulcinea! ¡Has de ir de inmediato! En cuanto lleguemos a casa, te acompañaré al ginecólogo para asegurarme de que estás bien y que tú embarazo finalizará con un estupendo alumbramiento. Eres joven, fuerte, sana y seguro que mi ahijado será un bebé maravilloso. Sin duda será tan fuerte y luchadora como lo es su madre.
—¿Ahijado?¿Ya da por hecho que será el padrino?
—¡Hija... yo...!—
—¡Claro que sí, padrino! Lo será. ¡Quién mejor que usted! De mis padres no tengo noticia alguna, y aunque ahora se preocupasen, es tarde.
Además, ya sabe que por el bien de mi hijo, tendrá mejor porvenir siendo usted su padrino.
—Entonces así será, Dulcinea. Pero sentémonos. Vengo cansado de la reunión y he de ponerte al corriente de los tiempos de hostilidad que se avecinan en la capital y en el resto de España—.
Ver a mi padrino me dio esa momentánea paz que tanto necesitaba. Me comentó que la situación en España iba a cambiar drásticamente y que había visos de que diera comienzo una guerra civil casi de inmediato.
El próximo lunes sin falta partiríamos rumbo a su casa, dejando atrás todo tipo de recuerdos y empezando así una nueva vida. La de una madre coraje que haría lo imposible para que su hijo fuese por encima de todo: feliz.