jueves, 29 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: Lágrimas de sangre

 

Ya se habían acostado todos, solamente el sonido del reloj del comedor me acompañaba.

Mi corazón latía tan fuerte que en ocasiones sentía que competía con el cuco que anunciaría la hora en la que tenía que reunirme con Roque.

Tan solo cogí el diario para poder seguir escribiendo mi vida con el fin de que algún día la gente supiera que la vida de los ricos no era siempre de color de rosa. Era doloroso abandonar el hogar, tal vez extrañaría las comodidades, pero el ambiente hostil en el que vivía y la incomprensión nunca los añoraría.

Bajé a las caballerizas para recoger el Hatillo con la ropa que había dejado el día anterior; el recuerdo del momento tan apasionante que viví al lado de Felipe se hacía todavía más fuerte. Sus besos, sus caricias, el olor de su piel, lo feliz que me sentí en aquel instante...

Me daba miedo afrontar el reencuentro con él, tal vez ya había sido borrado con los besos y las caricias de la otra.

Justo a la hora que acordamos, Roque me estaba esperando en la puerta trasera del palacete.

Su voz me hizo regresar a la realidad y me encaminé hacia el coche. Me senté en el asiento de detrás y apenas intercambiamos alguna que otra palabra hasta que llegamos al aeropuerto.

Una vez allí, embarqué dejando atrás todo recuerdo doloroso.

Quería vivir mi vida, poco me importaba ser la heredera de un marquesado, si en mi corazón lo único que albergaba en estos momentos era miedo, soledad y tal vez rencor.

Mi naturaleza era innegable, era hija, nieta y bisnieta de marqueses, al igual que todos y cada uno de los marqueses de Sagasta hasta llegar a mi persona; pero en muchas ocasiones no abogaba con sus costumbres y su manera de derrochar el dinero. Para mí era vital ayudar al prójimo. Nuestro poder adquisitivo y nuestro apellido debía de servir para algo más que para organizar fiestas de alto copete o algún que otro festival benéfico.

Yo consideraba que era importante invertir el dinero en hacer casas de acogida para que los hijos del servicio pudieran labrarse un futuro mejor y sobre todo para aquellos que se quedaban sin padres, tuvieran la oportunidad de conseguir un hogar donde nada les faltase, sobre todo el amor...; hacer una residencia de mayores para cuando aquellos que nos han servido durante años olvidándose de su familia y de ellos mismos en muchas ocasiones, tuvieran los últimos días de su vida la paz, tranquilidad y comodidades que tan merecidamente se habían ganado con el sudor de su frente.

Trabajar y velar por los intereses del marquesado solo valía la pena si se usaba para estos fines.

Seguramente mis progenitores —sobre todo mi padre—, no abogaría con estas ideas; pero tarde o temprano me encargaría de que se llevasen a cabo, a fin de cuentas, el marquesado era un título hereditario y vitalicio otorgado por los Reyes católicos a mis antepasados.

Por muy indigna que a la vista de mis padres y de muchas más personas pudieran ser estas ideas y muchas más, se llevarían a cabo al heredar yo el marquesado de Sagasta.

Salí de estos pensamientos cuando se escuchó a la azafata decir por megafonía: —Estamos sobrevolando sobre Madrid, en breves instantes aterrizaremos en el aeropuerto de Barajas, abróchense los cinturones. ¡Gracias!—.

No había nadie esperándome, tuve que esperar mi turno para coger un taxi. En anteriores ocasiones y otras circunstancias al regresar de un viaje siempre alguna persona del servicio estaba esperándonos.
Pero si decidí partir, lo decidí, asumiendo todas las consecuencias.

Me hospedé en un pequeño hostal que había en Valsaín, cerca de San Ildefonso.

El recuerdo latente de aquellas tardes de ocio y de esas meriendas de emparedados de jamón y queso que con tanto amor me preparaba Aurora me abrieron el apetito.

Salí a dar un paseo por los caminos de Valsaín, el olor a naturaleza que tanto añoraba y el saberme cerca de Felipe hicieron que un simple pincho de tortilla casi frío me supiera tan exquisito como cualquier comida que habitualmente me servían en casa de mis padres y que con tanto mimo estaban realizadas por Nicolás, el cocinero.

Me preguntaba si a estas alturas ya habrían leído la carta y cómo habrían reaccionado. No tenía mucho tiempo para acercarme a mi casa, debía tener cuidado para que ningún miembro de la seguridad me viese.

Sabía por Roque que su hijo Felipe le había dicho que el caudillo había dado órdenes de vigilar los alrededores de mi casa por si en algún momento dado mi padre regresaba.

Muchos palacetes de Madrid habían sido asaltados por los republicanos; cuadros, tapices y esculturas de grandes artistas de renombre se empezaban a vender de estraperlo en el mercado negro. Por suerte nuestro palacete no había sido expoliado, conservábamos intactas todas nuestras obras de artes. Las espléndidas obras de Goya, Velázquez y Miguel Ángel revestían las gélidas paredes de la casa.

Conseguí entrar a mi casa, ningún miembro de la seguridad ni del servicio me vieron, subí rápidamente a mi gabinete y allí asomada a la ventana pude ver a Felipe montado a caballo dando órdenes a los obreros para que desbrozasen las hierbas.

—¡Dios!, qué guapo estaba. Estaba sin afeitar y eso le hacía más atractivo de lo que ya era.

Quise salir corriendo, lanzarme a sus brazos y mostrarle todo mi amor. Pero tenía que ser cauta, antes tenía que asegurarme de que mi rival —su prometida—, no estuviese cerca de él.

Vi acercarse a una muchacha que no conocía, no tenía conocimiento de que trabajase para nosotros y dudo mucho de que mi padre en su ausencia la hubiera mandado contratar.
Con el personal que se quedó el día que partimos era más que suficiente para hacerse cargo de la hacienda.

Cuando vi que Felipe bajó del caballo y se dirigió hacia ella el corazón empezó a latirme rápidamente, lo que mis ojos tuvieron que ver instantes después fue una de las imágenes más dolorosas que mis retinas hasta ese día habían visto.

Mi Felipe, besándose con esa mujer. Sentí como el corazón se desgarraba y hasta casi podía escuchar el sonido que mi corazón hacía al cuartearse.


Yo, que le iba a dar un hijo, que había abandonado todo por estar a su lado, tenía que ver con mis propios ojos como había rehecho su vida.

No podía culparle, le habían dicho que había muerto.

Aunque si a mí me hubieran dicho que el faltaba, pasaría el resto de mis días en un convento, pero jamás amaría a otro hombre.

Cuando de pequeña escuchaba la expresión a mi madre de ojalá nunca tengas que derramar lágrimas de sangre, nunca la comprendí, hasta que en ese mismo instante sin contención alguna éstas resbalaban por mis mejillas.


miércoles, 28 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: Escribir en ocasiones duele

  

Desprenderme de la tiara, el collar de perlas naturales y los pendientes de zafiro que me había dejado en herencia mi abuela me costó muchísimo. Pero estoy segura de que si estuviera viva y al saberme enamorada sería la primera en entenderlo.

Una casa de empeño en el centro de Suiza me dio el dinero suficiente como para pagarme el pasaje, hospedarme en un hotel y vivir holgadamente un tiempo.

No quería estar en la finca, de inmediato se lo pondrían en conocimiento a mi familia y eso era lo último que deseaba.

El día se me hizo eterno; comer, tener que estar de tertulia con las amigas de mi madre, leer, todo... se me hacía un mundo. Estaba como pérdida, mi único pensamiento era regresar a España para reencontrarme con Felipe.

En total complicidad con Roque, dejé un hatillo en las caballerizas y al punto de la madrugada él estaría esperando en la salida trasera del palacete para llevarme al aeropuerto.

No era fácil tomar esta decisión, pero si la mentalidad de mi familia fuera otra, nada de esto hubiera sucedido. Si hubieran aceptado mi amor hacia Felipe, ahora él estaría conmigo, cerca de su padre y no a punto de cometer la locura de casarse sin amor al creerme muerta.

Sé que mi partida a mí la madre le iba a doler más que el haber apoyado la decisión de enviarme al internado, y, sin embargo, para mí era un auténtico placer.

Me daba miedo el reencuentro con Felipe y el cómo reaccionaría. Pero como escribí anteriormente en este diario, no aceptaría vivir con la duda de que hubiera pasado si...

No tenía el valor de mirar a los ojos a mi madre, ella mejor que nadie me conocía y ahora lo más prioritario en mi vida era intentar frenar la boda de Felipe y huir de la mía propia. Fernando era un hombre convencional, único, especial tal vez; pero mi Felipe era sin lugar a duda el hombre de mi vida. Era esa persona que aparece en tu vida, que te llena, que te complementa y sientes que es una prolongación de tu propio yo. Felipe era mi alma gemela.

Antes de partir decidí escribir una carta a mi madre. Ahora que yo estaba esperando un hijo, entendía más que nunca el dolor que le causaría mi partida. Pero en lo más profundo de su corazón ella como madre tenía que entender que lo que me empujaba a tomar esa decisión era el amor. El amor incondicional hacia mi hijo y hacia su padre.

Sé que lloraría, sé que dejaría de conciliar el sueño, pero también sé que no hubiese sido capaz de marcharme sin ponérselo en conocimiento mediante palabras, que sabe Dios que me hubiera gustado pronunciar en lugar de tenerlas que silenciar escribiéndolas en un papel.

Abrí el secreter que tenía en mi habitación, cogí unas cuantas cuartillas, la pluma y el tintero para comenzar a escribir la misiva… 


    Querida madre; 

Tenerla que escribir esta misiva es cuanto menos doloroso.

Pero sabe mejor que nadie que cuando el amor se mete en tus entrañas, cuando vives por y para esa persona, cuando sientes que el aire te falta, cuando te sientes inundada de amor... la razón nunca aboga con los sentimientos.

Amo a Felipe como jamás he amado a nadie. Aunque tal vez por desgracia no conozca el significado del amor. Salvo el amor incondicional que sé que siente hacia mí. Me consta las lágrimas que ése al que tengo que llamar padre y respetar como tal le ha causado.

Pero Felipe gracias al altísimo es diferente a padre.

Es desde su humildad, desde su desconocimiento del protocolo y carencia de títulos, el hombre con el que quiero pasar el resto de mis días.

Cuando lea esta carta estaré muy lejos. Estaré bien, no me faltará de nada, salvo vuestra comprensión…

No trato de exonerar mis faltas, pero unos padres no pueden pretender criar a sus hijos a su imagen y semejanza. A un hijo se le puede aconsejar, intentar reconducir si a éste se le ve en peligro, pero es él quien debe con el tiempo coger el rumbo de su propia vida y volar en esa dirección.

Tal vez se estrelle, tal vez se equivoque, pero solamente errando se aprende a vivir.

Trataré de ponerme en contacto con usted lo más pronto que pueda.

 

          Con afectuoso amor de su hija, que le adora.

          Dulcinea

 


Dejé la carta debajo de la almohada, sabía que Aurora al hacer mis aposentos la vería y se la entregaría a mi madre de inmediato.

Aunque llena de dolor e impotencia me iba, pero con la conciencia tranquila al poner en conocimiento a mi madre del porqué de mi huida.

Llevo años escribiendo, la literatura es mi vida y sin embargo escribir en ocasiones duele. 

 

martes, 27 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo. Todo pasa por algo

   

          Los días iban pasando, al igual que iban transcurriendo los días de gestación. Soy feliz, cierto; pero la maternidad me asusta, tanto o más como tener que contraer matrimonio con Fernando.

Su comportamiento para conmigo es de lo más correcto, se esmera en agradarme, en que vea la vida como algo maravilloso y sin embargo no puedo evitar pensar en Felipe.

Yo estoy preparada para vivir en un completo hastío, pero no soporto hacerme a la idea de que Felipe pueda amar a otra mujer, me cuesta creer que me haya olvidado. Aunque sólo yacimos una vez, habíamos crecido juntos, nuestra relación estaba forjada por muchos años de amistad, de complicidad y me negaba por completo a creer que todo se había quedado en cenizas.

Nada perdía si intentaba ponerme en contacto con su padre. Él todavía seguía trabajando para nosotros. Tal vez él podría hacerme el favor de entregarle una misiva.

No podía vivir con la duda de que hubiera pasado si…

Nuestros corazones y nuestras almas estaban destinadas a estar el resto de nuestros días juntos. De alguna forma tendría que saber que estaba viva. Y si después de saberlo todavía quería casarse ya solo me quedaría luchar por mi hijo y porque éste en su día conociese la verdad.

Aprovechando que mi padre y Fernando habían viajado a Roma por orden de Alfonso XIII, bajé a las caballerizas con la firme intención de encontrarme con Roque, el padre de Felipe.

Le vi de lejos, le llamé y al verme se paró en seco. Por su cara pude darme cuenta de que me miraba como si fuese una aparición, como si no creyera que era yo, su pequeña Dulcinea, esa niña a la que enseñó a montar a caballo.

Me miró impávido y terminó confesándome que durante mi ausencia le habían dicho que había fallecido, y que fue él quien le dio la noticia a su hijo.

—¡No me lo podía creer!—, no entendía como había creído algo así, ahora ya me daba cuenta de lo lejos que era capaz de llegar mi padre con tal de separarme de Felipe y de todo su entorno!

Lo extraño era que no hubiera mandado a Roque a trabajar con su hijo a España. Pero era complicado ya que Roque, era el mejor capataz que podía tener. La tercera generación a cargo de las tierras. Había nacido entre ellas una noche aciaga de primavera y nadie mejor que él conocía y defendería las tierras como si fueran suyas propias.

Al final terminó pidiéndome perdón por su error. Error que estaba a punto no solo de separarle de mí, sino de empujar a su hijo a la desgracia.

Quería ir a España, no podía permitir que diera un paso así, no me bastaba con una misiva que seguramente mi padre interceptaría.

 

Tenía que buscar alguna manera para ir a su encuentro. El embarazo lo llevaba muy bien, el mayor problema era el monetario. Para poder conseguir dinero para el pasaje tenía que vender algunas joyas que mi abuela me dejó en herencia y hacer esto me partía el alma; sería como vender el recuerdo de quien tan bien me quiso.

Pero ya lo tenía más que decidido, en esta vida todo pasaba por algo. Y ese algo, pese al dolor, era la impotencia de que nunca encajaría vivir sin decirle que estaba viva.