viernes, 9 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: La literatura y yo


Pese a que mi infancia la pasé entre algodones, mi adolescencia fue más rebelde que la de cualquier chica de mi clase por aquél entonces.

Y aunque todavía me quedaba poco para cumplir la mayoría de edad, tenía muy claro que mi sueño distaba mucho de tener que llevar las riendas del marquesado, no porque no me viera capacitada, sino porque lo único que realmente me hacía feliz: era escribir.

La literatura y yo éramos cómplices desde hace muchos años. Mi pasión por la literatura nació justo cuando Aurora para mi cumpleaños me regaló un diario para aplacar esa rebeldía que de manera irracional se apoderó de mí. Y que espero que algún día llegue a caer en buenas manos y tal vez, verse editado.

No quería saber nada de la alta sociedad, ni de absurdas fiestas de alto copete en las que tenías que comportarte ridículamente con la sonrisa permanente y en ocasiones —soportar— un largo besamanos en los que para mayor inri nunca conocías a la mayoría de las personas.


Mi mundo era la literatura y todo lo demás un papel que la vida y mis padres me obligaron a interpretar y que de mala gana cumplía.


Cada día odiaba más a mi padre, una noche en la que discutió con mi madre, por un instante me entraron ganas de coger un cuchillo y aprovechar la hora de su sueño, para cortarle el cuello, arrebatarle la vida y de esta manera ver a mi madre feliz sin ser esclava de un monstruo.


No soportaba su manera de ser y odiaba tener que comportarme como una dama de puertas para fuera. Jamás imaginé que un sentimiento tan oscuro pudiera apoderarse de mí, pero lo hizo.


En los estudios cada día iba peor; mi desgana junto con la inestabilidad emocional que había en mi hogar fueron el detonante para que tomase la decisión de escaparme de casa.


Sabía de sobra que esta decisión arañaría las entrañas a mi madre, pero estaba cansada, muy cansada...


Sólo escribir en mi diario conseguía calmar esta desazón.


—¡Ay, Aurora! ¡Tú si que me conocías!, mucho más que mis propios progenitores.


Justo el día de mi cumpleaños, el diecisiete de mayo, vi que Felipe estaba en las caballerizas. Ambos, después de muchos días de charla, llegamos a la conclusión de que la única manera de liberarme del destino que mi familia me tenía preparado era huyendo: poniendo tierra de por medio.

De camino a la ciudad para dar un paseo, pasamos por Villa Fontain, el palacete donde residía Victoria Eugenia de Battenberg. Ena, para sus allegados.

Apenas intercambiamos un correcto saludo —como todo gesto que ella tenía—, sus orígenes británicos eran innegables. Nada se la podía reprochar, salvo su retraído carácter. Aunque siempre estuve convencida de que, en el fondo de su corazón, ella misma se sentía culpable por tener la sangre contaminada por la enfermedad de la hemofilia, —como decía su marido el rey Alfonso XIII—.


Después de dar un paseo por la ciudad, nos encaminamos de regreso a casa. Habíamos quedamos en irnos al amanecer, antes incluso de que el personal del servicio se levantase.

Al caer la noche, después de que mi institutriz se encargase de ponerme el camisón y apagar la luz del candil, cogería lo imprescindible, para al amanecer irme con Felipe, para poder ser libres y amarnos sin ataduras ni cortapisas.


Tenía pensado una vez llegásemos a destino, mandarle una misiva a mi madre sin remite —para que no supiera de mi paradero—, poniéndola en su conocimiento el porqué de mi decisión y que comprendiese que al lado de Felipe era feliz.


Ya bien entrada la noche, escuché un sonido lo suficientemente fuerte como para sacarme del sueño. El sonido provenía de la ventana, cuando me incorporé para ver de qué se trataba, vi a Felipe, me dijo que teníamos que hablar, que era urgente.


Me puse la bata y tratando de hacer el menor ruido posible, me dispuse a bajar las escaleras, para atravesar el vestíbulo e ir a su encuentro. 

—¿Estás loco?, le reproché—.

—Has de disculparme, pero me urgía hablar contigo. Necesito saber si lo que te empuja a escaparte conmigo, son tus sentimientos o la necesidad de huir para ser libre.

—No admito que pienses así. Lo que verdaderamente me empuja a irme contigo no es sino mis ganas de vivir contigo. Te amo. Y de no hacerlo de esta manera, cuando cumpla la mayoría de edad, mis padres ya tienen pensado desposarme. Sé que corres un gran riesgo, si nos cogen la pena de muerte sería tu condena al ser yo menor de edad. Pero tenemos que intentarlo, prefiero morir a tu lado y por amor, que estar muerta en vida.


Fue en este instante cuando nuestros labios se unieron por primera vez. No sabía que se sentía al besar, mi estricta educación me impedía besar a ningún varón sin antes estar desposada. —¡Ridículos y obsoletos principios!—.


Por temor a ser vistos por los miembros de seguridad que mi padre nos había puesto, por miedo a que algún republicano diera con su paradero, nos fuimos a las caballerizas para no ser vistos por ellos. Allí solo hacían ronda a primera hora de la noche.


Siempre había escuchado a hurtadillas en las reuniones que mi madre hacía con sus amigas, que, en la noche de bodas, el hombre debía guiarte y era entonces cuando te convertías en mujer.


—¡Nunca estuve de acuerdo!—. Yo, nací siendo mujer, lo otro es una experiencia maravillosa por la que toda mujer termina pasando tarde o temprano.


Unos besos castos dieron paso a la pasión, al desenfreno.

Me educaron para ser una dama y en ese instante: solo era una joven más enamorada.

Descubrí entre sus brazos el deseo y la pasión.

Cuando extasiados de placer, se tumbó a mi lado, pude observar ya sin pudor su cuerpo desnudo. Me llamó la atención ver su miembro manchado con mi sangre. Lloré, me sentí avergonzada. Todavía recuerdo la ternura de sus caricias, lo delicado que fue al entrar en mí. Y sobre todo recuerdo el amor que en ese instante se forjó con más fuerza y para siempre.

Quizás quise vivir demasiado rápido, tal vez era demasiado joven, cuando tendría que estar formándome para llevar el marquesado. Pero mi mundo era la literatura y mi máxima aspiración escribir algún día, mi vida, mi historia.


Escribir ya era entonces mi forma de hablar y Felipe era el hombre que hacía que me sintiera como una diosa en un mundo terrenal.



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