miércoles, 7 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo "Final de la monarquía, principio de mi libertad"

 

                Aunque han transcurrido muchos años desde mi infancia, los primeros recuerdos que se me quedaron grabados a fuego, fue la primera vez que vi a mi madre arrodillada delante de un crucifijo implorando a Dios que todo terminase.

          En las elecciones municipales del doce de abril de mil novecientos treinta y uno, se aprobó la dictadura española en la mayoría de las ciudades, de manera que la familia real tenía que irse al exilio. Los monárquicos sabían que sus fortunas peligraban si se quedaban en España, por lo que la gran mayoría decidieron irse fuera del país que los vio crecer.

          Mi padre pese a lo tirano que era, en cuanto a los negocios se refiere, era un lince y tenía todo su patrimonio económico en Laussana (Suiza).

          Allí teníamos un pequeño palacete y nos trasladamos con las pertenencias justas, dejando al cuidado de la casa y de las tierras a parte de nuestro servicio.

          Ya tenía la edad suficiente para darme cuenta de que mi padre al no estar tan en contacto con el Rey y sus camaradas se sentía solo, por lo que intentó reconquistar a mi madre, pero mi madre no podía olvidar… Solo se limitaba a ejercer de marquesa de puertas para fuera, su educación no le permitía lo contrario.

          Mi infancia, aunque la recuerdo muy lejana, ni puedo, ni pienso, ni quiero olvidar aquellos maravillosos veranos en la Granja de San Idelfonso:

 —¡Eran inigualables!—

          Recuerdo como si fuera hoy mismo, los días en los que Aurora, mi institutriz, me llevaba a pasar el día a la boca del Asno: un área de recreo muy cerca de nuestra casa.

          El sonido del río, el olor de la naturaleza, aquellos emparedados de jamón y queso que con tanto esmero me preparaba y que en más de una ocasión al escuchar el mugir de una vaca —me asustaba—, estos terminaban en el suelo.

          —¡Dulcinea!, has de aprender que la comida no se tira al suelo, algún día, tal vez te falte y valorarás la que ahora has dejado caer—, me decía Aurora cabreada.

 

          Era una mujer afable y muy trabajadora, aunque llevaba tan firme el protocolo y sabía tan bien cuál era su sitio que en ocasiones me exasperaba.

          Ya había sido la institutriz de mi madre, llevaba muchos años al servicio de su familia y una de las cualidades que más se valoraba de ella, era la discreción. Valía más por lo que callaba, que por lo que contaba. Demasiados secretos podían revelar y ninguno de ellos nos beneficiaría que se aireasen.

            Mis padres en Laussana, se relajaron con respecto a mi estricta educación. Ya no me obligaban a recibir clases de piano, aunque si que seguían y por fortuna permitiéndome ir a clases de equitación.  

 

            Ése era el momento en el que más feliz era. En las cuadras estaba trabajando, Felipe, el hijo del capataz. Era cinco años mayor que yo, de carácter amable, aunque serio cuando tenía que serlo; con él y a escondidas podía olvidarme de mi apellido, de mi clase social y mientras que estábamos tumbados en el pajar, mirando las nubes, soñábamos despiertos con tener un futuro en común. Pero todo se quedaba en eso, en un sueño. Mis padres y como era de costumbre por aquel entonces, ya tenían más que decidido quién sería mi futuro marido. Decisión que me gustase o no tenía que acatar. Lo que se esperaba de mí, de una mujer de bien, era que ésta fuese abnegada, buena esposa, mujer de su casa y sobre todo sana para poder asegurar que en su vientre albergaría el heredero que uniría el patrimonio de ambas familias.

 

            —¡Ojalá todo fuera diferente y pudiese ser libre!—

          Con el fin de la monarquía, daba comienzo una nueva etapa en mi vida, la de una adolescente rebelde en busca de sus sueños y de su libertad.

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