De repente un ruido ensordecedor nos hizo abandonar el sueño en el que por un instante habíamos creado. Aurora, impulsada por el temor de no encontrarme en mis aposentos y dejándose llevar por su intuición, bajó a las caballerizas y allí nos vio: desnudos y habiendo dado paso a la locura de destruir mi honor como mujer.
—¡Dulcinea!, haz el favor de vestirte, te espero en tus aposentos y corre, tu padre está a punto de levantarse—. Me lo dijo en un tono donde se podía apreciar la decepción y vergüenza que sentía hacía mí y sobre todo por lo que sus ojos habían visto.
Nos vestimos los más rápido que pudimos, tan solo un beso rápido y fugaz nos pudimos dar.
Tenía miedo de que mi padre, al enterarse, le mandase lejos, muy lejos.
Las palabras que Aurora me dedicó y sobre todo el tono en que lo hizo, fue de lo más suave que pude escuchar.
Pese a mis ruegos de que no contase nada a mis padres, la lealtad, que tenía hacía mi madre hizo que ésta le contase lo sucedido.
Nunca llegué a entender porque tanta furia hacia algo tan natural como que dos personas se amasen; yo no estaba aquí porque una despistada cigüeña dejase caer un arrullo con un bebé dentro de la chimenea, sino porque en un momento determinado mis padres se entregarían a la pasión y fruto de esa unión nací yo.
Pero no lo comprendieron. Ilusamente pensé que teniendo una conversación con mi madre de mujer a mujer al menos ella estaría a mi lado y me apoyaría.
No me dio opción a explicarme, desaprobó cualquier palabra que pronunciaba haciendo oídos sordos a mis súplicas.
Cuando mi padre regresó a casa se lo contó de inmediato. Mi padre enfureció y su rabia la descargó en mí. Todavía hoy, cuando me ducho y ya ha pasado mucho tiempo, todavía, noto las cicatrices fruto de la paliza que me propinó con el cinturón.
Entre lamentos, recuerdo que le imploré que no se vengase en Felipe, que lo hiciera contra mi persona, pero no con él.
Él era la única persona que me entendía y con la que realmente podía ser yo y ser feliz.
Mis ruegos cayeron en saco roto, días más tarde cuando me dejaron salir de la boardilla, donde me habían encerrado para no tener ningún tipo de contacto con él, me enteré por Aurora que le habían mandado de regreso a España a cargo de la hacienda. A sabiendas de que mi padre era el encargado de llevar la contabilidad personal del rey Alfonso XIII y conocía que éste tenía una cuenta donde cada mes mandaba dinero a su querida, con toda seguridad los republicanos no le tratarían bien, más todo lo contrario no pararían hasta que éste diera algún tipo de información; algo que Felipe desconocía por completo.
Nunca pude sentir más empatía hacia la reina Juana de Castilla —hija de los Reyes católicos—, al sufrir en mis propias carnes como poco a poco se puede perder la cordura, como en su día ella lo hizo por Felipe el Hermoso. Aunque mi Felipe, no tenía la ambición desmesurada que éste anterior tenía; mi amor, mi Felipe, solo ambicionaba ser el rey de mi corazón. No me internaron en un convento en Tordesillas, pero sí me enviaron a Holanda —a un colegio interno—donde estaba el hermano de mi padre.
Mi tío, no tenía mucho carácter, más bien era una marioneta que dejándose llevar por el maldito dinero que mi padre le daba de la parte de la herencia de le correspondía de su padre y que mi abuelo, a sabiendas de lo derrochador que mi tío era, le nombró a mi padre el albacea de su testamento. Por lo que no podía encontrar ningún aliado en él, sino todo lo contrario. Aunque apenas me visitó el tiempo que estuve, me constaba que había un miembro de seguridad a la salida del colegio pendiente por si en algún momento dado se me pasaba por la cabeza el huir hacia España para reencontrarme con Felipe.
Conforme pasaron las semanas, mi estado de salud se iba debilitando. A penas probaba bocado y cuando lo hacía, terminaba devolviéndolo. Los desmayos a primera hora de la mañana eran cada día más habituales. Tarde poco en darme cuenta de que estaba en cinta.
Estaba feliz, aunque intuía que al enterarse mis padres harían cualquier cosa para separarme de mi hijo.
—¡Menuda deshonra para el Marquesado de Sagasta!, un bastardo el futuro heredero y lo peor de todo, hijo de un vulgar obrero, sin clase ni abolengo—.
Quien sí venía muchas veces a visitarme era tía Matilde. Era una mujer muy bondadosa, aunque sin carácter. Por lo que sería absurdo pedirla ayuda. Su marido y sobre todo mi padre lo impedirían.Es difícil afrontar la maternidad y sobre todo cuando hace poco tiempo entre mis brazos sostenía un muñeco que con ternura acunaba y depositaba en su cuna, instantes antes de que Aurora entrase en la habitación para arroparme y apagar la luz del candil. En unos meses no sería un muñeco lo que sostendría entre mis brazos, sino un ser humano con vida propia.
Dicen que la adolescencia marca y no lo dudo, pero cuando además se afronta la maternidad, no sólo te marca, sino que de golpe y porrazo te das cuenta de que como bien citó Calderón de la Barca en su grandiosa obra: La vida es un sueño, y los sueños, sueños son…
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