Nunca
pensé que habiendo sido educada de la manera más estricta y ocultándome mis
progenitores temas naturales como el sexo, podría haber actuado de esa manera.
Tal
vez, tanto protocolo, tanta pasión reprimida, me habían llevado a revelarme
contra todo y contra todos.
El
mostrarme desnuda siempre había sido algo muy reservado para mí y para mi
pareja; y sin embargo, cada vez que me miraba al espejo, sentía que todavía
podía despertar pasiones, —pese a ese carácter algo altivo que era parte ya de
mí, de mi personalidad—.
Todo
cambió una mañana de otoño cuando dando un paseo por el barrio de Salamanca de
Madrid, —mientras que hacía tiempo mientras que mi marido estaba en una reunión
en su buffet de abogados— y embrujada por un cuadro que había en una tienda de
antigüedades; llamó tan poderosamente mi atención que no pude evitar el
quedarme un buen rato, absorta, apreciando la belleza de ese cuadro.
En
aquél cuadro se podía apreciar la silueta femenina de una mujer, desnuda, serena
e insultantemente bella.
Sin
querer y sin saber porqué sentí que me ruborizaba, no sabría decir si era por
pudor, por excitación o por una mezcla de ambas; el caso es que sentí lo que
nunca antes había imaginado.
Cuando
me dispuse a salir corriendo con la intención de dejar atrás aquella sensación
que albergaba en mí; me tope con un señor que aumentó todavía más si cabe aquel
embriagador estado de excitación en el que me encontraba.
Jean
Paul, que así se llamaba; era el propietario de una de las tiendas más
conocidas del barrio de Salamanca. Era imposible no saber de él; pues era
frecuente verle acompañado de una de las mujeres con más títulos nobiliarios en
España.
Era
de esas personas que tenían luz propia, que con su sola presencia, aún sin hablar
y en cualquier esquina de un local, llamaba la atención. Elegante, culto, atractivo y un cuerpo más
que apetecible y bien cuidado, pese a sus más de 50 años. Conseguía con una
sola mirada embrujarte y hacerte perder la razón.
Por
suerte o desgracia, era lo que me había pasado. Había perdido la razón ante un
hombre que por su clase social —jamás habría reparado en mí—, pero por el
contrario a todas las apuestas que en un salón de juegos se hubiesen llevado a
cabo; Jean Paul: había reparado en mi persona.
Nunca
creí en el flechazo, ni tampoco por mi estricta educación, me permitía la
licencia de no hacer nada, sin antes haberlo planeado. Dicen que para todo hay
una primera ver y qué verdad es; de repente acepté el tomarme una copa de champagne,
sin reparar, en que mi marido estaba a punto de dar por finalizada la reunión y
recogerme para irnos a comprar los regalos de nuestro hijo Aitor.
Me
había olvidado de todo. Tener a Jean Paul delante, era tan mágico, que pese a
que tal vez un atisbo de cordura en algún instante hizo acto de presencia, se
esfumo para dar paso a esa mujer que anquilosada por su vida perfecta y sin
ningún aliciente salvo el de ir de compras y escribir, se sentía mustia y
marchita; pese a cumplir con su deber marital como le habían inculcado, pero
sin encontrar en tales momentos verdadera pasión.
Eran
más de veinte años la diferencia de edad entre nosotros y sin embargo, sólo a
su lado me sentía bien. Me quedaba embobada durante horas y horas escuchándole.
Eran tan amplios sus conocimientos de historia y de arte, que era imposible
dejar de prestar atención a cómo se expresaba.
Y
os aseguro que no buscaba ninguna protección filial, como podréis imaginar; al
contrario, su sola presencia movía todos los cimientos de mi vida. Y quizás ésa
desconocida sensación la que me empujo a obrar de la siguiente manera.
Nunca
antes había sido infiel a mí marido, ni de pensamiento, ni de hecho; en cambio
ése día, embrujada por la mirada de Jean, llamé a mi marido para decirle que me
iba con mi amiga Erika a tomarme un café y que más tarde nos reuniríamos en el
centro comercial para comprar los regalos a nuestro hijo. No dudó, ningún
instante de la palabra de su santa esposa, aquella que tenía por mujer perfecta
en todos los aspectos.
Y
sin embargo pese a que estaba temblando por dentro cuando hablaba con mi
esposo; lo desconocido, las ganas de saber qué saldría de aquella cita con Jean
Paul, superaba con creces a la sensación de saber que no estaba obrando incorrectamente.
Siempre
había criticado a esas mujeres que buscaban fuera de casa, lo que dentro no
tenían. Y ahora la vida, hacía que me tragase todas y cada una de esas palabras
que injustamente y a modo de dardo envenenado había lanzado contra ellas.
Quería que pasase,
quería que sucediese.
Quería sentir,
lo jamás experimentado.
Quería volar en sus brazos,
y amanecer desnuda a su lado.
Despojada de miedos,
de tabúes y de absurdas etiquetas
sociales.
Quería volar y dejar de sentirme
muerta en vida.
Quería ser yo, aunque fuera por un
maldito día...
Después
de tomar la copa de champagne, nos dirigimos al estudio que había en la parte
trasera de la tienda. Estaba llena de maravillosos cuadros, a cuál de ellos más
bonitos. Y al fondo había un lienzo blanco a esperas de ser pintado; al lado,
una vieja mesa con todo el material necesario de un pintor, pinceles,
acuarelas, todo, para plasmar en un lienzo lo que la retina de sus ojos
captaba.
Esos
grados de alcohol de más me hicieron perder la razón, cuando le dije: —Quiero
que en ese lienzo me dibujes—.
Serena,
viva y completamente satisfecha. Supo dibujar en el lienzo desnudo de mi cuerpo,
todas aquellas necesidades que mi marido jamás supo satisfacer. Con su pincel
me mostró un mundo lleno de colores y de pasiones, dejando atrás el mundo gris
en el que vivía. Y ahora, gracias a él, no me arrepiento de verme en ese
cuadro, como aquella mañana, en la que por primera vez me sentí una auténtica
mujer.
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