domingo, 6 de octubre de 2013

Desnuda y posando para él.

        Nunca pensé que habiendo sido educada de la manera más estricta y ocultándome mis progenitores temas naturales como el sexo, podría haber actuado de esa manera.
 

        Tal vez, tanto protocolo, tanta pasión reprimida, me habían llevado a revelarme contra todo y contra todos.
 

        El mostrarme desnuda siempre había sido algo muy reservado para mí y para mi pareja; y sin embargo, cada vez que me miraba al espejo, sentía que todavía podía despertar pasiones, —pese a ese carácter algo altivo que era parte ya de mí, de mi personalidad—.
 

        Todo cambió una mañana de otoño cuando dando un paseo por el barrio de Salamanca de Madrid, —mientras que hacía tiempo mientras que mi marido estaba en una reunión en su buffet de abogados— y embrujada por un cuadro que había en una tienda de antigüedades; llamó tan poderosamente mi atención que no pude evitar el quedarme un buen rato, absorta, apreciando la belleza de ese cuadro.
 

        En aquél cuadro se podía apreciar la silueta femenina de una mujer, desnuda, serena e insultantemente bella.
 

        Sin querer y sin saber porqué sentí que me ruborizaba, no sabría decir si era por pudor, por excitación o por una mezcla de ambas; el caso es que sentí lo que nunca antes había imaginado.
 

        Cuando me dispuse a salir corriendo con la intención de dejar atrás aquella sensación que albergaba en mí; me tope con un señor que aumentó todavía más si cabe aquel embriagador estado de excitación en el que me encontraba.
 

        Jean Paul, que así se llamaba; era el propietario de una de las tiendas más conocidas del barrio de Salamanca. Era imposible no saber de él; pues era frecuente verle acompañado de una de las mujeres con más títulos nobiliarios en España.
 

        Era de esas personas que tenían luz propia, que con su sola presencia, aún sin hablar y en cualquier esquina de un local, llamaba la atención. Elegante, culto, atractivo y un cuerpo más que apetecible y bien cuidado, pese a sus más de 50 años. Conseguía con una sola mirada embrujarte y hacerte perder la razón.
 

        Por suerte o desgracia, era lo que me había pasado. Había perdido la razón ante un hombre que por su clase social —jamás habría reparado en mí—, pero por el contrario a todas las apuestas que en un salón de juegos se hubiesen llevado a cabo; Jean Paul: había reparado en mi persona.
 

        Nunca creí en el flechazo, ni tampoco por mi estricta educación, me permitía la licencia de no hacer nada, sin antes haberlo planeado. Dicen que para todo hay una primera ver y qué verdad es; de repente acepté el tomarme una copa de champagne, sin reparar, en que mi marido estaba a punto de dar por finalizada la reunión y recogerme para irnos a comprar los regalos de nuestro hijo Aitor.
 

        Me había olvidado de todo. Tener a Jean Paul delante, era tan mágico, que pese a que tal vez un atisbo de cordura en algún instante hizo acto de presencia, se esfumo para dar paso a esa mujer que anquilosada por su vida perfecta y sin ningún aliciente salvo el de ir de compras y escribir, se sentía mustia y marchita; pese a cumplir con su deber marital como le habían inculcado, pero sin encontrar en tales momentos verdadera pasión.
 

        Eran más de veinte años la diferencia de edad entre nosotros y sin embargo, sólo a su lado me sentía bien. Me quedaba embobada durante horas y horas escuchándole. Eran tan amplios sus conocimientos de historia y de arte, que era imposible dejar de prestar atención a cómo se expresaba.
 

        Y os aseguro que no buscaba ninguna protección filial, como podréis imaginar; al contrario, su sola presencia movía todos los cimientos de mi vida. Y quizás ésa desconocida sensación la que me empujo a obrar de la siguiente manera.
 

        Nunca antes había sido infiel a mí marido, ni de pensamiento, ni de hecho; en cambio ése día, embrujada por la mirada de Jean, llamé a mi marido para decirle que me iba con mi amiga Erika a tomarme un café y que más tarde nos reuniríamos en el centro comercial para comprar los regalos a nuestro hijo. No dudó, ningún instante de la palabra de su santa esposa, aquella que tenía por mujer perfecta en todos los aspectos.
 

        Y sin embargo pese a que estaba temblando por dentro cuando hablaba con mi esposo; lo desconocido, las ganas de saber qué saldría de aquella cita con Jean Paul, superaba con creces a la sensación de saber que no estaba obrando incorrectamente.
 

        Siempre había criticado a esas mujeres que buscaban fuera de casa, lo que dentro no tenían. Y ahora la vida, hacía que me tragase todas y cada una de esas palabras que injustamente y a modo de dardo envenenado había lanzado contra ellas.
 

Quería que pasase,

quería que sucediese.

Quería sentir,

lo jamás experimentado.

Quería volar en sus brazos,

y amanecer desnuda a su lado.

Despojada de miedos,

de tabúes y de absurdas etiquetas sociales.

Quería volar y dejar de sentirme muerta en vida.

Quería ser yo, aunque fuera por un maldito día...

 

         Después de tomar la copa de champagne, nos dirigimos al estudio que había en la parte trasera de la tienda. Estaba llena de maravillosos cuadros, a cuál de ellos más bonitos. Y al fondo había un lienzo blanco a esperas de ser pintado; al lado, una vieja mesa con todo el material necesario de un pintor, pinceles, acuarelas, todo, para plasmar en un lienzo lo que la retina de sus ojos captaba.
 

         Esos grados de alcohol de más me hicieron perder la razón, cuando le dije: —Quiero que en ese lienzo me dibujes—.
 
         En el cuadro que ahora podéis ver, apreciáis a una nueva mujer.
 
         Serena, viva y completamente satisfecha. Supo dibujar en el lienzo desnudo de mi cuerpo, todas aquellas necesidades que mi marido jamás supo satisfacer. Con su pincel me mostró un mundo lleno de colores y de pasiones, dejando atrás el mundo gris en el que vivía. Y ahora, gracias a él, no me arrepiento de verme en ese cuadro, como aquella mañana, en la que por primera vez me sentí una auténtica mujer.
 
 

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