Han pasado varios días desde que he tenido el valor de enfrentarme a la realidad y seguir escribiendo en el diario para que, en un futuro, alguien lo lea.
Cuando me enteré de su muerte al leer su carta, le odié, ¡sí!, le odié.
Le odié con todas mis fuerzas por no haber tenido el valor de haberme dicho, lo que ya sabía: —Que me amaba—.
Estuve mal, muy mal.
Cuando salí del Hospital, y al saber que mi padre ya estaba fuera de peligro. Después de hablar con ellos, decidí irme a París de nuevo. Y aunque sea una metáfora un tanto incomprensible, para cambiar de vida y como si de una novela se tratase. —Tenía que finalizar ésta, antes de comenzar otra—. Por eso sentí que debía llorar hasta desangrarme por dentro, porque sólo expulsando esa rabia, podría seguir adelante.
Hasta entonces pensé que la ruptura más dolorosa era la de que un hombre te abandonara. —¡Qué estúpida!—, la separación más dura es cuando el hombre al que amas y te ama, llega un día en que la vida, sin pedirte permiso, te lo arrebata.
—¡Eso es lo más duro!— Todo aquel que lo haya vivido en sus carnes, lo entenderá.
A pique estuve de hacerlo cuando sentí en mi interior una patadita de mi hijo. Ésa patadita que me hizo comprender que por él debía seguir luchando.
En ese instante, una frase que había escrito en su carta cobró más sentido que nunca: —Sé feliz, Giselle y lucha por nuestro hijo—.
Entonces estaba cegada por la rabia, por lo que yo creía desamor, y no supe ver hasta entonces, que el amor... El amor estaba en mí y era yo.
Cuando me incorporé y tras haber sentido la patadita de mi hijo Abraham, supe que, dentro de mí, siempre estaría el Sr. Musa; porque en mi hijo estaba él.
Siempre pensé que fue el espíritu de él, quien, de alguna manera inexplicable, hablo con su hijo para que me hiciese reaccionar.
No pude estar en su entierro —porque estaba hospitalizada—, pero no sé si es más duro enterrar a la persona que amas, o ser consciente de que al salir por la puerta del cementerio ya sólo te quedarán recuerdos.
Cuando llegué a la habitación, los recuerdos de la noche en que nos habíamos amado se hicieron presentes. Y lloré hasta que mis ojos azules, se tiñeron de un color rojizo. Llevaba mucho tiempo, mucho, aguantando la impotencia de no entender porque la vida, te hiere discriminadamente, cuando por fin la felicidad llama a tu puerta para instalarse.
Lo único que recogí de todos los regalos que me había regalado, fue la rosa que me entregó el día que vino a buscarme a la habitación. Esa rosa, que, aunque ya está seca, estará para siempre y el resto de mis días entre las hojas de este diario.
Cuando me disponía a salir de la habitación, dejando atrás todos los recuerdos, Davinia apareció por la puerta.
Qué cierto es que la amistad, no entiende de porqués, ni de una comunicación diaria. Tan solo una mirada fue suficiente para que ella supiera el duelo por el que estaba pasando.
Cuando quise explicarle qué me sucedía ella, puso su dedo índice en mis labios, para que me callara y me abrazó.
Me abracé a ella y sentí en ese instante que era mi única tabla de salvación, la única persona con la que en verdad podía ser yo. Y pese a que amaba al padre de mi hijo, como nunca había amado a nadie. Tenerla tan próxima a mí, despertaba ese recuerdo de aquel día en el que sentí más placer que nunca.
Quizás no procedía que me dejase llevar por mi instinto, pero lo necesitaba.
Necesitaba de nuevo sentirme viva. Y fui yo, en esta ocasión, la que tenía sed de sus labios, de sus caricias. Extrañaba de nuevo sentir sus pezones entre mis labios, mordisquearlos y sentir que se endurecían cada vez más.
Había llegado la hora de escribir la primera página de mi novela —de mi nueva vida— y admitir que solamente entre sus brazos me sentía mujer y viva.
Necesitaba gemir, gritar, era demasiada la tensión sexual acumulada.
De nuevo pude disfrutar del néctar de su sexo, sentir las pulsaciones de su clítoris en mis labios, mientras que yo de nuevo renacía.
Ya no éramos ni la alumna, ni la profesora, ya no éramos dos mujeres capaces de enloquecer a cualquier hombre; nos habíamos dado cuenta de que éramos almas gemelas y que el cariño, el deseo y la atracción que ambas sentíamos, eran los ingredientes de lo que podría ser una relación.
Y aunque quizás pocas personas puedan entender mi forma de pensar. He de confesar que jamás amo a una persona por su sexo —me da igual si es mujer u hombre—, porque lo que yo amo, sobre todas las cosas, es a la persona.
Recuerdo que, al día siguiente, al amanecer entre sus brazos, pude apreciar la belleza del Sol, como nunca lo había apreciado.
Mi nueva vida comenzaba. El Sr. Musa es y será el hombre de mi vida, el padre de mi hijo —el motor de mi vida—.
Entonces más que nunca, tuve ganas de llevar a cabo mis proyectos, mis sueños y pelear como antes nunca lo había hecho.
Si la patadita de mi hijo fue —ese gesto que me salvó la vida—, ahora más que nunca tenía que vivirla.
Aproveché que Davinia estaba duchándose para llamar a mi madre por teléfono.
—¡Hija! ¿Estás bien?
—¡Sí! Mamá, mejor que nunca. Ahora sé quién soy y lo que quiero hacer...
No olvidéis que tenéis una cita conmigo el próximo viernes 15 de Noviembre.
Hasta entonces, ser felices, ser malos, pero es sí... no me seáis infieles.
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