domingo, 24 de noviembre de 2024

Deja de escribir y haz algo de provecho.



         Buenos días, tardes, o noches;

         Rebuscando en todos los relatos que, desde hace mucho tiempo, tengo guardados, encontré, este que fue parte de una antología y que si queréis podéis adquirir, ya que fue en noviembre del 2019 cuando se hizo la primera edición. En el margen izquierdo de este blog, donde aparecen todas las antologías, está la imagen de la portada, si pincháis en ella os direccionará directamente a la página de la editorial. Creerme vale la pena. 

Siempre, durante toda mi vida, he tenido que enfrentarme a esta frase que decidí que diese título al relato —¡Deja de escribir y haz algo de provecho!—, frase que mis padres, parejas —que se fueron de mi vida porque decidí no dejar de escribir—, amigos, muchas personas, que piensan que escribir no sirve para nada. Mi pregunta es: ¿Lo sirve el hacer una carrera que en el gran porcentaje de ocasiones no te da de comer y te obliga a ejercer otra profesión para la que no te has formado?, ¿lo sirve estar años estudiando medicina y seguir día a día formándote, para cobrar, en los mejores casos un sueldo que no llega a los dos mil euros limpios, esto, sin tener que estar de una clínica a otra?, y un sinfín de preguntas que a modo de acufenos martillean mis oídos.

Y tal vez si me baso en el tema monetario, seguramente tenga que darles la razón y callarme la boca; ahora bien, si me baso en lo que la literatura, me aporta y aporta al lector, en lo que siento y siente el lector; entonces… hay es cuando comienzo de nuevo a discrepar.

Escribir es mucho más que intentar, con palabras, formar frases más o menos coherentes; escribir, es dar voz a mucha gente donde en cada relato se sientan identificados.

Una vez me preguntaron:

Eva, ¿qué es un libro? —Analizar bien la respuesta, porque fue escueta, pero… sincera.

Contesté: Un libro es algo más que un conjunto de palabras, cubiertas de una atractiva portada, son sentimientos, jirones que salen del alma.

Muchos de nosotros que consumimos literatura, de un género u otro, eso da igual. Cada uno tiene sus gustos y como tal se han de respetar, infravaloramos el trabajo que hay detrás.

Yo, que llevo años, dedicándome a escribir, me he dado cuenta de que jamás se puede faltar el respeto a quién intenta de la mejor manera que sabe, crear, esa historia que te erizará la piel en algunas ocasiones, en otras te hará llorar y en otras, te hará pensar…

Todo el mudo lee, pero no todos saben cómo hacerlo. Seguramente como lector en algún momento dado hayas interpelado para tus adentros..., ¡yo!, esto lo hubiese escrito así. Mi pregunta es… ¿Por qué no lo haces tú?, porque no te encierras en una habitación, dejando, en muchas ocasiones tu vida privada, abriéndote en canal, escribiendo una historia, que no siempre verá la luz y en el mejor de los casos, si lo hace, te cueste luego venderla.

¿En serio, que escribir, no es hacer algo de provecho?

En fin, después de estas frases, que como siempre quién las lea, interpretará a su manera, os dejo el relato que escribí en su día y del que a la fecha sigue siendo ese relato que marca y te hace pensar, como todo lo que escribo.

Con cariño, Eva

24/11/2024 20:48




—¡Deja de escribir y haz algo de provecho!—, me decían día, tras día.

Han pasado muchos años desde que escuché esa frase, cuando era apenas una adolescente que se encerraba en su habitación, intentando escribir todas y cada una de las cosas que sucedían a su alrededor.

Fue una tarde de primavera, cuando al llegar a casa me encontré el diario roto y hecho añicos. Y no era rabia lo que sentía al verlo así. A fin de cuentas, diarios en blanco había muchos. Pero...ninguno estaba lleno de tantas vivencias, de tantos sinsabores, de tantos sentimientos...

Siempre crecí escuchando esa maldita frase, que martilleaba mis entrañas y arañaba mi ser: —Deja de escribir, estudia algo de provecho y deja de fantasear—.

¿Y qué era hacer algo de provecho? ¿Estudiar políticas, medicina, empresariales? Quizás eso era lo que mi familia consideraba hacer algo de provecho; discrepancia que siempre hemos tenido.

¡En fin!, intentando luchar por mi futuro y dejando atrás esos momentos tan ingratos por los que tuve que pasar. Hoy decidí ir a dar una vuelta por Madrid.

Mientras voy caminando por la Puerta de Sol, mirando a mi alrededor, viendo a los jóvenes manifestarse por culpa de la situación que hoy se vive en España, me pregunto: ¿Por qué los grandes empresarios han dejado de ser humanos? ¿Por qué la gran mayoría de los políticos, carecen de cerebro, y son unos desalmados? ¡Eso era lo que mi familia quería que fuese!, ¿alguien de provecho?

Quizás viendo el telediario, leyendo los periódicos, informándome de la situación "real" que hay en España, y no de esa falsedad que lo políticos prometen en sus mítines, me sirva para darme cuenta de que es mejor ser escritora, ser la voz de muchos españoles, transmitir la rabia que ahora nos inunda, y entonces estar segura de que escribir, en ocasiones, es algo más que fantasear.

Dejando atrás la Puerta de Sol, subo por una de las calles más famosas de Madrid, donde muchas mujeres ofrecen su cuerpo como mercancía al mejor postor, a cambio de unos cuantos euros, mientras que sus chulos las explotan sin pensar que detrás de cada una de ellas, hay mujeres con sentimientos y con hijos a los que alimentar.

Por momentos mi indignación va "in crescendo".

Mientras que intento olvidar la rabia que en esos instantes está tan latente en mí; recuerdo que tenía que escribir un relato para una antología. No sé sobre qué escribir, pero sí tengo claro, que ha de ser diferente y como todo lo que yo escribo, que le haga pensar al lector y que le pellizque el alma.

El rugir de mi estómago me anuncia que llegó la hora de comer.

—¡Faltaría más!— como negarle a mi estómago el capricho de un buen bocadillo de calamares con una cerveza. ¡Dios! Si a cualquier mortal al que se le venga la escena, aunque no tenga hambre, se le abre el apetito.

Pero... es curioso como algo tan placentero como yantar un buen bocadillo, se puede convertir en el momento más duro del día.

Mientras observo como por la puerta entra un hombre —que no tendría más de 50 años—, para entregar su curriculum al camarero. La curiosidad se apodera de mí y hace que me levante y me dirija hacia él.


No suelo hablar con desconocidos, pero es de esas veces que sientes que esa persona te puede aportar algo, aunque realmente no sabes el qué.



—¡Hola! me llamo, María. ¿Le importaría sentarse conmigo? ¡Pida lo que quiera!, corre de mi cuenta.

—Encantado, María. Me llamo Roberto, pero siento decirle que no puedo aceptar su invitación. Tengo que seguir buscando trabajo.

—¿Y de qué busca trabajo?

—Con encontrar un trabajo, me basta. ¿De qué? Eso no me importa. Pude apreciar como sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas.

—Si puedo ayudarle en algo, sólo tiene que decírmelo.

—¿Puede pagar mi hipoteca, puede dar de comer a mis hijos, puede explicarme cómo después de trabajar más de veinte años, habiendo hipotecado mi vida familiar, por y para conservar el trabajo, me encuentro un día con el despido? ¿Puede explicarme el por qué?

—Yo... No sé qué decirle... —Dije titubeando—.

—¡Ni usted, ni nadie sabe qué decir! Vivimos en un país en el que cada día las cosas están yendo a peor. ¡Solamente nos falta la carta de racionamiento! Todo está desestructurado, y lo peor de todo es que siempre es el pueblo quien sufre las consecuencias. Tendría que cambiar todo, María. Empezando por la monarquía; que ése que lleva la corona no hace otra cosa que jugar a James Bond con ésa rubia llamada Corina. Y si hablamos de su yerno... ¡En fin, María!, qué le voy a contar, que usted no vea por esas retinas.


Roberto se marchó sin haber tomado nada, pero dándome una vez más la razón del por qué tenía que seguir en mi lucha por ser escritora, para que algún día, cercano o lejano, pudiese contar a todos, lo que verdaderamente se cocía en las calles, que distaba mucho de esa "irrealidad" que los políticos nos vendían sin ticket ni garantía.

A duras penas malcomí el bocadillo. Realmente la impotencia de sentir la rabia de ese hombre provocó un nudo en mi estómago que me impedía comer.

Después de pagar la cuenta, de nuevo me vi caminando por las calles de Madrid; encendí un cigarrillo para intentar mitigar de alguna manera la desazón que las palabras de Roberto habían causado en mí.

Deshaciendo el camino, que antes había andado hasta llegar al bar, tuve que ver con mis propios ojos, como un niño, que no tendría más de diez años revolvía en un cubo de basura para encontrar algo de comida que llevarse a la boca. Fue en ese instante cuando realmente me sentí la persona más ruin del mundo, cuando apenas unos segundos antes, había dejado el bocadillo a medias, a sabiendas de que iban a tirarlo a la basura.

La realidad que día a día tenían que ver mis pupilas, hacía que sintiese la necesidad de seguir luchando por escribir algo que no dejase indiferente al más insensible de los seres humanos.

Sin darme cuenta ya eran las seis de la tarde. Y pensar que solamente había salido a dar un paseo e intentar olvidar la maldita frase que sin saber por qué de nuevo martilleaba mis pensamientos, me vi envuelta en un realidad tan cruel, que aprisionaba mi alma y me impedía respirar.

Apenas recuerdo cómo llegue a mi casa, ni tan siquiera sé cómo acerté a cambiarme de ropa para ponerme el pijama.

El miedo, la rabia, hacían que temblase como si fuera esa niña que a escondidas y bañada en lágrimas, se refugiaba en su diario, mientras que escuchaba, una y otra vez:

—¡Deja de escribir y haz algo de provecho!—


Todavía seguía sin saber de qué tema escribir y cómo enfocar el relato para la antología. Escribir de amor, de erotismo, de guerras, estaba quizás ya muy visto. Y tener la osadía de intentar emular a Cervantes, escribiendo sobre Dulcinea o Don Quijote, sería manchar el buen hacer de un gran maestro.

La verdad es que el miedo a rellenar un folio en blanco, ese pánico que solamente un escritor puede entender, se apoderó de mí. ¡Yo!, que siempre había escrito con una facilidad pasmosa, ahora... Nada de lo que escribía me satisfacía. Empezaba una palabra y la borraba, y cuando conseguía tener un párrafo me parecía mal escrito y lo tachaba.

Así, estuve buena parte de la tarde. Y ya adentrada la noche, lo vivido durante el día se me hizo presente, y fue entonces cuando decidí escribir lo que sentía.

Cuando conocí a Roberto tuve la sensación de que algo me aportaría.

—¡Y vaya que si lo hizo!—. Es por él, por las mujeres de sonrisas fingidas y gélidas caricias, por el niño que rebuscaba en el contenedor, por los jóvenes que se manifestaban por un futuro mejor.


Y sobre todo por ti, —que ahora me lees—. Para que nunca olvides que este conjunto de palabras que acabas de leer son algo más... que un maldito relato.
                    


Eva María Maisanava Trobo

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