Era
una mujer como tantas. Ama de casa, esposa desde hace años, discreta, educada,
buena vecina. Nadie hubiera adivinado que dentro de su pecho había un mundo que
no cabía en los márgenes del deber. Que en el fondo de sus pupilas vivía el
recuerdo de miradas, de caricias, de cuerpos que supieron verla donde otros no
lo hacían.
Nunca
mintió. Tampoco necesitó explicarse. Sabía que lo que vivía no cabía en la
lógica de los que prefieren la comodidad a la verdad. Pero tampoco podía vivir siendo
desleal a ella, a lo que bullía en su interior. Porque durante un tiempo lo
intentó: pensó que al casarse todo cambiaría. Que la pasión se haría pequeña,
que la fidelidad bastaría.
Con
el tiempo entendió que no podía renunciar a sentirse mujer. Que su marido era
el compañero ideal para el otoño de la vida, pero no para la primavera del
alma. Y que si quería conservar ese amor tranquilo, tenía que encontrar fuera
lo que no encontraba en casa. Necesitaba que la balanza estuviese equilibrada
para sentirse viva.
Así
llegaron algunos hombres. No fueron conquistas. Fueron refugios.
Hombres
que no pedían, no prometían, pero sí sabían tocarle el cuerpo y el corazón sin
juicio. Con ellos había respeto. Había complicidad. Había piel sin relojes.
Uno
le dijo una vez: —¿Sabes lo que es estar en el paraíso? Pues ahí estoy contigo.—
Otro
la miró y le dijo que ella era ese refugio donde podía ser él mismo. Y ella, que antes se habría escandalizado, ahora comprendía. Porque en su
matrimonio también había rutinas, silencios, roles cumplidos por costumbre.
Porque el amor no siempre lleva deseo de la mano. Y porque el cuerpo que se
niega acaba apagando el alma.
No
se sentía culpable. Sabía que actuaba con cuidado, con respeto, sin destruir
nada. Y se había prometido una sola cosa: no engañarse nunca a sí misma.
Amaba
a su marido. Le planchaba la ropa, lo cuidaba, lo esperaba. Pero cuando se
miraba al espejo después de una tarde en brazos de otro, se veía más viva. Más
guapa. Más ella.
Alguna
vez pensó en lo que quedaría de ella en quienes pasaron por su vida.
Y
se respondió sola: No seré su esposa, ni
su firma, ni su deber. Pero seré ese recuerdo que vuelve en silencio, seré esa
mujer a la que no pudo olvidar.
Nota:
Si
después de leer esto, piensas mal de ella o la juzgas, te diré:
Si
te has reconocido en este texto, aunque sea en una línea, en un gesto, en una
duda… entonces no la juzgues. No te engañes. Porque vida solo hay una. Y es la
suya. Y la vivió siempre siendo auténticamente ella.
Ena 14/05/2025 13:15
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