sábado, 31 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: Asumiendo mi posición y mi destino.


La conversación con Felipe me bajó de las nubes en la que en mi fantástico mundo había creado. Quizás el error de ser escritora es que siempre piensas que todo es posible —como lo es con mis personajes—, que con tan solo escribiendo unas cuantas letras son suficientes para hacerles felices o unos completos desgraciados.


Pero yo no era un personaje al que un escritor hace de su vida lo que quiere; yo era la dueña y señora de mi vida, la única responsable de que todo me fuera bien o mal.

Decidí poner tierra de por medio, no quería regresar a Laussane con la cabeza gacha. Aunque sé que tarde o temprano tendría que asumir mi destino, pero antes quería ordenar mis ideas e intentar que mis sentimientos hacia Felipe no me traicionasen haciendo que diese algún paso en falso.

Ya en la pensión decidí ponerme en contacto con mi padrino. En estos instantes él era la única persona en la que podría encontrar apoyo, cariño y sobre todo comprensión.

Dejar atrás mi casa en La Granja no era fácil. Pero por el bien de mi hijo y su futuro, era lo mejor.
Tal vez con el tiempo el amor llamaría de nuevo a mis puertas, pero de momento mi única prioridad era la vida que llevaba en mi interior.

Tenía todavía suficiente dinero para vivir cómodamente en la pensión, con la precaución de que ningún lugareño me viese.

Cogí mi diario —mi compañero de viajes, mi amigo fiel— y arranqué unas cuantas hojas para escribir en ellas una misiva a mi padrino, para ponerle al corriente de todo. La pondría al día siguiente en correos.






Estimado padrino;

No son gratas las letras que va a tener que leer, pues mis esperanzas de ser feliz se han resquebrajado.

Felipe, el hombre del que le hablé, el padre de mi hijo; durante mi ausencia cometió el tremendo error de dejarse llevar por el mundano placer dejando a una parroquiana en cinta.

Y desde luego que no tengo el valor de romper esa relación, y más cuando sé que hay una vida que está por venir y no es justo que esa personita crezca alejada de su padre.

—¡Lo sé, padrino!—, pensará que por qué mi hijo sí. Todo es tan complicado... Yo económicamente marcho bien y el dinero tapa y borra de un plumazo cualquier desdén; sin embargo, esa muchacha no es más que la sirvienta de los Duques de Alba y no tiene más que su escaso jornal que entrega en su casa.
Es por ese motivo que le escribo, para pedirle que me deje vivir una temporada con usted. Sé que no tendré suficiente vida para agradecerle lo que está haciendo por mí, pero mis padres, que son los que deberían apoyarme, no lo hacen.

Han transcurrido tres días tan solo desde que regrese a mi patria, pero pese al ambiente republicano que se vive en España, no deja de ser el país donde nací y en donde tengo los mejores recuerdos de mi infancia; ni en Laussane, ni en su casa —y ha de perdonarme— encontraré la tranquilidad espiritual que aquí siento.

Pero desde que me quedé en cinta, dejó de importarme mis sentimientos. Todo lo que hago y lo que me mueve es el amor incondicional que se despertó en mí, hacia mi hijo, desde el día que supe que se estaba formando dentro de mí. Solo por y para él sacaré fuerzas de donde no las tengo.
No quiero entretenerlo más padrino. Cuando le sea posible, conteste a estas cuantas letras, de ésta, su ahijada que tanto respeto y cariño le tiene.



Con afecto, Dulcinea.


viernes, 30 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: El amor, no es siempre lo que uno quiere.



Las lágrimas todavía resbalaban de una manera incontrolable por mis mejillas, el dolor ya estaba hecho.


Si tenía que odiar a alguien por sentir esta horrible desazón era única y exclusivamente a mi padre; él fue quien levanto el burdo bulo sobre mi muerte. Roque no era más que el transmisor, pero jamás el culpable.


De golpe y porrazo pasé de tener la esperanza de volver a verle y ser feliz, y ahora nada de lo anteriormente sentido tenía razón de ser.


Cuando me quedé en estado había madurado a golpes y ahora ya tenía claro que mi corazón estaría de por vida viviendo en el más absoluto hastío.


Tenía dudas de si hablar con él o dejar que él viviera sin saber la verdad; pero Roque, su padre, de no hacerlo yo, lo haría él mismo.


No podía decirse que me había sido infiel, porque no era conocedor de la verdad, ahora bien... si decía algo, aquella muchacha sufriría por amor.


—¿Qué es lo más correcto en el amor?, ¿ser egoísta o sentir como tuyo propio el dolor ajeno?—.


Decidí ser egoísta, más que por mí, por mi hijo. Era justo que él tuviera un padre, que viviera conmigo o no, eso, a estas alturas era una utopía. Pero no podía perdonarme que él creciese con la ausencia de un padre.


Observé por la ventana que la muchacha se alejaba de él. Felipe se dirigía a las caballerizas.
Aproveché ese instante para bajar con la firme intención de hablar con él, pero no pude reunir el valor suficiente.


Se quito la camisa de cuadros que llevaba y pude ver su torso desnudo. A la fecha no he conocido a nadie que le sienten tan bien los tejanos como le sentaban a él. Su cuerpo musculado no había cambiado en este tiempo.


Agazapada, detrás de la puerta de entrada a las caballerizas, pude observarle. A la par que sentía como el corazón me latía cada vez más rápidamente. Nunca me perdoné haberle observado —me parecía de cotillas—. Pero el amor te hace actuar como nunca hubieses pensado.


Se desvistió delante de mí sin saber que estaba presente y sentí como me ruborizaba. Hacía tanto tiempo que no le veía, que por un instante no sabía discernir de si estaba en un sueño o lo que mis retinas apreciaban no era sino una latente realidad.


Hacía calor, cogió la manguera y se refrescó con ella todo el cuerpo. Aquella visión consiguió excitarme de tal manera que por descuido me apoyé demasiado en la puerta en la que estaba oculta y el sonido que esta hizo captó su atención.


Se giró y pude verle completamente desnudo. No sabría afirmar quien de los dos sintió más vergüenza, si él o yo.


—¡Dulcinea! ¿Tú? ¿Viva?—, espetó con voz queda en un tono no muy agradable.
—¡Sí, Felipe!, soy yo.
—Pero... ¡No puede ser! —Cogió su ropa y se vistió.


Empezó a caminar de un lado hacia el otro, totalmente desconcertado y nervioso, diciendo: —Estás sufriendo una alucinación, el desayuno no te ha sentado bien, Felipe—. Se repetía una y otra vez queriéndose convencerse de que estaba en lo cierto.


—¡Felipe, calma!—. Soy yo. Mi padre se inventó el rumor de mi muerte para separarnos. Si quieres habla con tu padre y él te lo confirmará.


Ya empezaba a notársele más relajado.


Todavía no se me notaba el embarazo, pero si había en mí un resplandor, una belleza serena que me acompañaba desde entonces.


Mantuvimos la mejor conversación que se puede mantener entre dos adultos que se aman, mirándose a los ojos y en silencio, nuestros labios se unieron en un profundo beso que fue sin duda el mejor diálogo que pudimos sostener.


Esos besos que en un principio fueron castos, dieron paso a una pasión desbordada. Parecía como si el tiempo no hubiera pasado. El amor, no entiende de distancia ni tiempo, si en verdad es amor.


Sentir el roce de su piel, sus labios recorriéndome cada centímetro de mi cuerpo desnudo fue una sensación que desde aquel día en el establo de mi casa en Laussane no había experimentado y tampoco tenía intención de hacerlo sino era con él.


De repente, se apartó de mi lado y me dijo:


—¡Voy a ser padre, Dulcinea!
—¿Cómo sabes que estoy embarazada?
—¡¿Embarazada, tú, Dulcinea?!


No sabía si llorar, si arrebatarme la vida o maldecir mis instintos primarios por haberme dejado llevar y sentirme ahora como una auténtica cretina.
Nos sentamos y comenzó a hablar:


—Has de comprender. Yo no sabía que estabas viva. El día que me llegó la noticia, al caer la noche sentí que me moría, es más me fui a la tasca del pueblo y como un vulgar cosaco comencé a beber queriéndome quitar la vida. No pensaba, no sentía, no comprendía... No entendía mi vida sin ti. En ese instante apareció Margarita y llevándome de regreso a la hacienda, ya que no estaba en condiciones para conducir puesto que ni me tenía en pie. Pasó lo que, a la fecha, hoy me arrepiento. Cerré los ojos y me dejé llevar. Pronuncié tu nombre cuando la hice mía, la acaricié y la besé como si fueses tú y fruto de ese inoportuno y maldito devaneo imperdonable por mi parte, la dejé en cinta.


Es la hija de Doroteo, el capataz de los duques de Alba. Es una gran muchacha. Trabajadora, inocente, pero...


—¡¿Qué?!, no te calles. ¡Sigue!
—¡Que no la amo, Dulcinea! ¿Eso es lo que querías escuchar? ¡Si!, soy un maldito hombre que se dejó llevar por la entrepierna sin pensar en las jodidas consecuencias.
—¡Basta Felipe! Ya está todo dicho. Tú prosigue con tu vida al lado de Margarita. Tu hijo, será con el tiempo el futuro marqués de Sagasta, quizás algún día te busque y será el quien te pregunte por qué decidiste quedarte con ella y no a mi lado.
—¡Pero… Dulcinea!— espetó con la voz temblorosa y aquellos maravillosos ojos, ahora, estaban inyectados en sangre y llenos de lágrimas.
—No hay peros que valgan. Hasta siempre, Felipe. No olvides con quién estás hablando y ocupa el lugar que te corresponde. El de un simple peón de hacienda.


La rabia y la impotencia lograron que perdiera el saber estar que me caracterizaba, nublándome las entendederas y pronunciando esas palabras que de sobra sabía que habían causado el mismo efecto que una daga atravesándole el corazón


—¿Cómo se puede encajar una noticia así?, ¿cómo culparle cuando en realidad no sabía entonces la verdad? ¿Cómo interponerme y dejar que otro niño creciese sin padre?—


A fin de cuentas, yo era una mujer con un futuro económico bastante solvente y ella tan solo una sirvienta. Yo podía salir sola adelante.

Mi honra y apellido ya estaban más que manchados, pero no podía ser egoísta. Ella debía tener el apoyo de Felipe. Yo me marcharía lo más lejos posible.

Aunque a golpes lo he tenido que saber. El amor... ¡Ay! El amor, no siempre es lo que uno quiere.

Cada día la literatura era mi mayor refugio. Solamente juntando letras era completamente feliz. Ojalá, Dios quiera que este sencillo diario de páginas ya destartaladas llegue a manos de mi hijo y comprenda que si le privé de la presencia de su padre no fue sino para no hacer daño gratuito a otra mujer y a su hermano. 

Tal vez nunca lo entenderá, tal vez me lo reproche toda la vida, pero pese a que he recibido la mejor formación académica del mundo, nadie jamás me enseñó a ser madre y a cómo tomar la mejor decisión sin tener la certeza de no errar.






jueves, 29 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: Lágrimas de sangre

 

Ya se habían acostado todos, solamente el sonido del reloj del comedor me acompañaba.

Mi corazón latía tan fuerte que en ocasiones sentía que competía con el cuco que anunciaría la hora en la que tenía que reunirme con Roque.

Tan solo cogí el diario para poder seguir escribiendo mi vida con el fin de que algún día la gente supiera que la vida de los ricos no era siempre de color de rosa. Era doloroso abandonar el hogar, tal vez extrañaría las comodidades, pero el ambiente hostil en el que vivía y la incomprensión nunca los añoraría.

Bajé a las caballerizas para recoger el Hatillo con la ropa que había dejado el día anterior; el recuerdo del momento tan apasionante que viví al lado de Felipe se hacía todavía más fuerte. Sus besos, sus caricias, el olor de su piel, lo feliz que me sentí en aquel instante...

Me daba miedo afrontar el reencuentro con él, tal vez ya había sido borrado con los besos y las caricias de la otra.

Justo a la hora que acordamos, Roque me estaba esperando en la puerta trasera del palacete.

Su voz me hizo regresar a la realidad y me encaminé hacia el coche. Me senté en el asiento de detrás y apenas intercambiamos alguna que otra palabra hasta que llegamos al aeropuerto.

Una vez allí, embarqué dejando atrás todo recuerdo doloroso.

Quería vivir mi vida, poco me importaba ser la heredera de un marquesado, si en mi corazón lo único que albergaba en estos momentos era miedo, soledad y tal vez rencor.

Mi naturaleza era innegable, era hija, nieta y bisnieta de marqueses, al igual que todos y cada uno de los marqueses de Sagasta hasta llegar a mi persona; pero en muchas ocasiones no abogaba con sus costumbres y su manera de derrochar el dinero. Para mí era vital ayudar al prójimo. Nuestro poder adquisitivo y nuestro apellido debía de servir para algo más que para organizar fiestas de alto copete o algún que otro festival benéfico.

Yo consideraba que era importante invertir el dinero en hacer casas de acogida para que los hijos del servicio pudieran labrarse un futuro mejor y sobre todo para aquellos que se quedaban sin padres, tuvieran la oportunidad de conseguir un hogar donde nada les faltase, sobre todo el amor...; hacer una residencia de mayores para cuando aquellos que nos han servido durante años olvidándose de su familia y de ellos mismos en muchas ocasiones, tuvieran los últimos días de su vida la paz, tranquilidad y comodidades que tan merecidamente se habían ganado con el sudor de su frente.

Trabajar y velar por los intereses del marquesado solo valía la pena si se usaba para estos fines.

Seguramente mis progenitores —sobre todo mi padre—, no abogaría con estas ideas; pero tarde o temprano me encargaría de que se llevasen a cabo, a fin de cuentas, el marquesado era un título hereditario y vitalicio otorgado por los Reyes católicos a mis antepasados.

Por muy indigna que a la vista de mis padres y de muchas más personas pudieran ser estas ideas y muchas más, se llevarían a cabo al heredar yo el marquesado de Sagasta.

Salí de estos pensamientos cuando se escuchó a la azafata decir por megafonía: —Estamos sobrevolando sobre Madrid, en breves instantes aterrizaremos en el aeropuerto de Barajas, abróchense los cinturones. ¡Gracias!—.

No había nadie esperándome, tuve que esperar mi turno para coger un taxi. En anteriores ocasiones y otras circunstancias al regresar de un viaje siempre alguna persona del servicio estaba esperándonos.
Pero si decidí partir, lo decidí, asumiendo todas las consecuencias.

Me hospedé en un pequeño hostal que había en Valsaín, cerca de San Ildefonso.

El recuerdo latente de aquellas tardes de ocio y de esas meriendas de emparedados de jamón y queso que con tanto amor me preparaba Aurora me abrieron el apetito.

Salí a dar un paseo por los caminos de Valsaín, el olor a naturaleza que tanto añoraba y el saberme cerca de Felipe hicieron que un simple pincho de tortilla casi frío me supiera tan exquisito como cualquier comida que habitualmente me servían en casa de mis padres y que con tanto mimo estaban realizadas por Nicolás, el cocinero.

Me preguntaba si a estas alturas ya habrían leído la carta y cómo habrían reaccionado. No tenía mucho tiempo para acercarme a mi casa, debía tener cuidado para que ningún miembro de la seguridad me viese.

Sabía por Roque que su hijo Felipe le había dicho que el caudillo había dado órdenes de vigilar los alrededores de mi casa por si en algún momento dado mi padre regresaba.

Muchos palacetes de Madrid habían sido asaltados por los republicanos; cuadros, tapices y esculturas de grandes artistas de renombre se empezaban a vender de estraperlo en el mercado negro. Por suerte nuestro palacete no había sido expoliado, conservábamos intactas todas nuestras obras de artes. Las espléndidas obras de Goya, Velázquez y Miguel Ángel revestían las gélidas paredes de la casa.

Conseguí entrar a mi casa, ningún miembro de la seguridad ni del servicio me vieron, subí rápidamente a mi gabinete y allí asomada a la ventana pude ver a Felipe montado a caballo dando órdenes a los obreros para que desbrozasen las hierbas.

—¡Dios!, qué guapo estaba. Estaba sin afeitar y eso le hacía más atractivo de lo que ya era.

Quise salir corriendo, lanzarme a sus brazos y mostrarle todo mi amor. Pero tenía que ser cauta, antes tenía que asegurarme de que mi rival —su prometida—, no estuviese cerca de él.

Vi acercarse a una muchacha que no conocía, no tenía conocimiento de que trabajase para nosotros y dudo mucho de que mi padre en su ausencia la hubiera mandado contratar.
Con el personal que se quedó el día que partimos era más que suficiente para hacerse cargo de la hacienda.

Cuando vi que Felipe bajó del caballo y se dirigió hacia ella el corazón empezó a latirme rápidamente, lo que mis ojos tuvieron que ver instantes después fue una de las imágenes más dolorosas que mis retinas hasta ese día habían visto.

Mi Felipe, besándose con esa mujer. Sentí como el corazón se desgarraba y hasta casi podía escuchar el sonido que mi corazón hacía al cuartearse.


Yo, que le iba a dar un hijo, que había abandonado todo por estar a su lado, tenía que ver con mis propios ojos como había rehecho su vida.

No podía culparle, le habían dicho que había muerto.

Aunque si a mí me hubieran dicho que el faltaba, pasaría el resto de mis días en un convento, pero jamás amaría a otro hombre.

Cuando de pequeña escuchaba la expresión a mi madre de ojalá nunca tengas que derramar lágrimas de sangre, nunca la comprendí, hasta que en ese mismo instante sin contención alguna éstas resbalaban por mis mejillas.