Era
absurdo luchar contra mi propia personalidad y pese a que trataba de controlar
mis impulsos, el intento siempre era en vano.
Todo sucedió aquella tarde de verano,
cuando al salir a dar una vuelta para despejarme del cansancio que supone una
tarde intensa de reuniones; decidí que lo mejor sería aceptar la proposición
que él me había realizado.
Siempre estaba buscando excusas para
evitar lo que hasta ese día inevitablemente sucedió. Tal vez porque
prefería que él pensara que yo era la muchacha seria y jefa de un gabinete de
prensa. Por más que él intentaba una y otra vez convencerme para tomar una
copa —como una buena maga—, siempre sacaba de mi chistera personal, cualquier
frase estudiada para darle un quite y salir airosa.
Hasta ese día, en el que una vez más,
la aprendiz de loba tuvo la necesidad de saciar su apetito sexual. Nada me
excitaba más, que la idea de pensar como era él en la intimidad.
Sus ojos verdes y su carácter
despistado, era hasta ese día, el mayor enigma de mi vida. Enigma, que
evidentemente descubriría.
Al final llegué al bar donde habíamos
quedado. Iba vestido de sport, pero igualmente despertaba en mí, esa
curiosidad, que en ocasiones me hacía comportarme como una adicta al sexo.
Lo más correcto y lo que quizás todo
el mundo esperaría de mí, es que fuera él, que como hombre diera el primer
paso. Pero... Me negaba a seguir engañándome y tenía que acabar con esa tensión
sexual, que desde el minuto cero hizo acto de presencia en lo que llamábamos
"amistad". Y sí, claro que era amistad. ¿Pero quien no ha volado con
una amigo/a? ¿Quién no ha deseado besar a un amigo/a?
Tal vez aquellas personas arcaicas y
con prejuicios no puedan entender el por qué de mi comportamiento. Aunque
sinceramente no me importa, porque todavía sigo teniendo la duda de si lo
escrito es un relato o un efímero rato.
—¡Sí, le besé!—, no podía estar
esperando a juegos absurdos de personas que ya rozan cierta edad. Tal vez dar
ese paso fue la señal que él estaba esperando para dejar de controlar su deseo.
A fin de cuentas lo que ambos queríamos, —era descubrirnos en la intimidad—.
Ni hubo copa, ni cigarro...
Nos fuimos como quien huye de la
policía, con ganas de llegar al coche. Fue conduciendo velozmente por el camino
que llevaba al acantilado. Como si de una guerra de titanes se tratase, nos
desnudamos con una furia incontrolable. Mientras que nuestras lenguas protagonizaban
la mejor de las guerras. Sin preguntas, sin porqués, tan sólo devorándonos a
besos, profesándonos infinidad de caricias en cada rincón de nuestro cuerpo,
hasta que de nuevo y una vez más terminé aullando hasta no poder más.
Firmado:
La aprendiz de Loba.