jueves, 10 de octubre de 2013

Escorts. Una semana en París. En breve editada por la editorial Seleer.



En Diciembre sale a la venta. Editada por la editorial Seleer.

 
 
 
 

 Sinopsis.

 

 

 
           Giselle toma la decisión de dejar la profesión a la que se había dedicado buena parte de su juventud. Los años pasan rápidamente y está a punto de cumplir los 40 años, sabe que ha llegado la hora de abandonar antes de entrar en declive, pues su físico ya no es el mismo.
 
          Está decidida a tomar las riendas de su vida, a dejar el mundo de noches frías, de amargos sinsabores, de besos sin calor y de gélidas caricias.
 
          Quiere alejarse del lujo, del glamour, del atractivo mundo de la noche, de la gente "vip" y los photocalls.
 
          Desea llevar una vida anónima, empezar de cero, salir por la calle vestida de chándal, sin maquillaje, con sus zapatillas de sport y dejar a un lado los zapatos de tacón y la imagen frívola de una bámbola.
 
          Pero la enfermedad de su padre, unido a lo mal que ha administrado su propia economía, la empuja a tener que tomar la decisión de regresar.
 
         Una historia llena de humanidad, de solidaridad, de sensibilidad, de libertad, de sinceridad, de comunicación y sobre todo de apertura...donde se toca temas delicados como el de las trabajadoras sexuales, las relaciones íntimas entre mujeres, desde lo más hondo del corazón y la intuición; jamás encasillando a nadie. Y otros muchos temas, que tú mejor que nadie comprenderás.   

          Una historia que está escrita con la finalidad de demostrar que hay que conocer a las personas por su forma de ser y no juzgarlas por su profesión.
 
 
 

 

 

domingo, 6 de octubre de 2013

Desnuda y posando para él.

        Nunca pensé que habiendo sido educada de la manera más estricta y ocultándome mis progenitores temas naturales como el sexo, podría haber actuado de esa manera.
 

        Tal vez, tanto protocolo, tanta pasión reprimida, me habían llevado a revelarme contra todo y contra todos.
 

        El mostrarme desnuda siempre había sido algo muy reservado para mí y para mi pareja; y sin embargo, cada vez que me miraba al espejo, sentía que todavía podía despertar pasiones, —pese a ese carácter algo altivo que era parte ya de mí, de mi personalidad—.
 

        Todo cambió una mañana de otoño cuando dando un paseo por el barrio de Salamanca de Madrid, —mientras que hacía tiempo mientras que mi marido estaba en una reunión en su buffet de abogados— y embrujada por un cuadro que había en una tienda de antigüedades; llamó tan poderosamente mi atención que no pude evitar el quedarme un buen rato, absorta, apreciando la belleza de ese cuadro.
 

        En aquél cuadro se podía apreciar la silueta femenina de una mujer, desnuda, serena e insultantemente bella.
 

        Sin querer y sin saber porqué sentí que me ruborizaba, no sabría decir si era por pudor, por excitación o por una mezcla de ambas; el caso es que sentí lo que nunca antes había imaginado.
 

        Cuando me dispuse a salir corriendo con la intención de dejar atrás aquella sensación que albergaba en mí; me tope con un señor que aumentó todavía más si cabe aquel embriagador estado de excitación en el que me encontraba.
 

        Jean Paul, que así se llamaba; era el propietario de una de las tiendas más conocidas del barrio de Salamanca. Era imposible no saber de él; pues era frecuente verle acompañado de una de las mujeres con más títulos nobiliarios en España.
 

        Era de esas personas que tenían luz propia, que con su sola presencia, aún sin hablar y en cualquier esquina de un local, llamaba la atención. Elegante, culto, atractivo y un cuerpo más que apetecible y bien cuidado, pese a sus más de 50 años. Conseguía con una sola mirada embrujarte y hacerte perder la razón.
 

        Por suerte o desgracia, era lo que me había pasado. Había perdido la razón ante un hombre que por su clase social —jamás habría reparado en mí—, pero por el contrario a todas las apuestas que en un salón de juegos se hubiesen llevado a cabo; Jean Paul: había reparado en mi persona.
 

        Nunca creí en el flechazo, ni tampoco por mi estricta educación, me permitía la licencia de no hacer nada, sin antes haberlo planeado. Dicen que para todo hay una primera ver y qué verdad es; de repente acepté el tomarme una copa de champagne, sin reparar, en que mi marido estaba a punto de dar por finalizada la reunión y recogerme para irnos a comprar los regalos de nuestro hijo Aitor.
 

        Me había olvidado de todo. Tener a Jean Paul delante, era tan mágico, que pese a que tal vez un atisbo de cordura en algún instante hizo acto de presencia, se esfumo para dar paso a esa mujer que anquilosada por su vida perfecta y sin ningún aliciente salvo el de ir de compras y escribir, se sentía mustia y marchita; pese a cumplir con su deber marital como le habían inculcado, pero sin encontrar en tales momentos verdadera pasión.
 

        Eran más de veinte años la diferencia de edad entre nosotros y sin embargo, sólo a su lado me sentía bien. Me quedaba embobada durante horas y horas escuchándole. Eran tan amplios sus conocimientos de historia y de arte, que era imposible dejar de prestar atención a cómo se expresaba.
 

        Y os aseguro que no buscaba ninguna protección filial, como podréis imaginar; al contrario, su sola presencia movía todos los cimientos de mi vida. Y quizás ésa desconocida sensación la que me empujo a obrar de la siguiente manera.
 

        Nunca antes había sido infiel a mí marido, ni de pensamiento, ni de hecho; en cambio ése día, embrujada por la mirada de Jean, llamé a mi marido para decirle que me iba con mi amiga Erika a tomarme un café y que más tarde nos reuniríamos en el centro comercial para comprar los regalos a nuestro hijo. No dudó, ningún instante de la palabra de su santa esposa, aquella que tenía por mujer perfecta en todos los aspectos.
 

        Y sin embargo pese a que estaba temblando por dentro cuando hablaba con mi esposo; lo desconocido, las ganas de saber qué saldría de aquella cita con Jean Paul, superaba con creces a la sensación de saber que no estaba obrando incorrectamente.
 

        Siempre había criticado a esas mujeres que buscaban fuera de casa, lo que dentro no tenían. Y ahora la vida, hacía que me tragase todas y cada una de esas palabras que injustamente y a modo de dardo envenenado había lanzado contra ellas.
 

Quería que pasase,

quería que sucediese.

Quería sentir,

lo jamás experimentado.

Quería volar en sus brazos,

y amanecer desnuda a su lado.

Despojada de miedos,

de tabúes y de absurdas etiquetas sociales.

Quería volar y dejar de sentirme muerta en vida.

Quería ser yo, aunque fuera por un maldito día...

 

         Después de tomar la copa de champagne, nos dirigimos al estudio que había en la parte trasera de la tienda. Estaba llena de maravillosos cuadros, a cuál de ellos más bonitos. Y al fondo había un lienzo blanco a esperas de ser pintado; al lado, una vieja mesa con todo el material necesario de un pintor, pinceles, acuarelas, todo, para plasmar en un lienzo lo que la retina de sus ojos captaba.
 

         Esos grados de alcohol de más me hicieron perder la razón, cuando le dije: —Quiero que en ese lienzo me dibujes—.
 
         En el cuadro que ahora podéis ver, apreciáis a una nueva mujer.
 
         Serena, viva y completamente satisfecha. Supo dibujar en el lienzo desnudo de mi cuerpo, todas aquellas necesidades que mi marido jamás supo satisfacer. Con su pincel me mostró un mundo lleno de colores y de pasiones, dejando atrás el mundo gris en el que vivía. Y ahora, gracias a él, no me arrepiento de verme en ese cuadro, como aquella mañana, en la que por primera vez me sentí una auténtica mujer.
 
 

sábado, 17 de agosto de 2013

Una estrofa compuesta de palabras.


          Siempre pensé que ir en metro era de lo más aburrido, pero cada día observando a las personas me di cuenta que era una fuente inagotable de inspiración para seguir creando esas historias que de vez en cuando escribía —confundiéndome en ellas—, y sin saber a ciencia cierta si eran reales o ficción. Pero... ¡Mejor así!, ¿verdad?

          Hasta ése día, llevaba mucho días atrapada en la monotonía, todos los días eran igual, nada parecía que en mi vida iba a cambiar; hasta ése día en el que mi mirada se cruzó con la de un desconocido.
 
          La fantasía era mi gran aliada, sin ella... ¿Qué sería de mí? ¿Y de vosotros?


         Durante varios días le había observado, siempre se comportaba como siguiendo un ritual, se sentaba en el asiento, se colocaba la camisa, abría su maletín de trabajo, sacaba un cuaderno, cogía su pluma y se ponía a escribir...

          Ése simple gesto cada día me llamaba más la atención. Tal vez porque era un "bicho" raro que al igual que la que suscribe la historia, —escribía a deshoras y en cualquier lugar—. Y por ése motivo, ese desconocido, me atraía.

          Allí, en ese momento, comenzó mi relato. No necesitaba hojas, ni un bolígrafo; con mirarle, y observarle me bastaba para escribir con mi mente, lo que ahora estás leyendo.

          Aquel desconocido se había convertido en mi obsesión, y tal vez en una víctima más de mis fantasías, o tal vez era yo un personaje creado por su mente. —¡No lo sé!, ya empiezo a dudar—.

          Nada hacía presagiar, que ese martes por la mañana iba a suceder algo distinto. Algo que a ésta escritora la haría cambiar su forma de ver la vida.
 
          Cuando me dispuse a sentarme en el asiento como cada mañana, observé que a su lado había un sitio libre, lo más fácil sería haberme sentado a su lado, observarle y tratar de leer lo que él escribía, pero ¡no!

          Me senté frente a él, para poder observar ésa mirada que cada día y con más fuerza aceleraba el ritmo de mis pulsaciones, consiguiendo de manera involuntaria provocar las ganas de querer ser esa pluma, —para ser acariciada con esa ternura y delicadeza con la que la sostenía—.

          Sin embargo y por sorpresa en la siguiente parada se sentó a mi lado. El corazón me latía tan fuertemente que se podía apreciar en el colgante que llevaba como se movía al ritmo de cada latido. Por fin pude leer lo que escribía.
 

          Allí estaba ella, observándome con esa mirada que acariciaba mi alma.

          Sin entender muy bien cómo se metió en mis venas como un torrente de energía —cada mañana—, me ilusionaba.

          Y despertó en mí las ganas de volver a escribir, como hace mucho tiempo que ya no hacía.

          Deseé desnudarla, susurrarla al oído que era mi musa, la mujer por la que yo suspiraba. Convertirla en prosa y acariciarla con cada palabra, para hacerla inmortal con el egoísmo de que mi corazón no dejase de latir, como lo hace cada día cuando la veo bajarse en la parada, —sin mirar atrás—, andando con esa seguridad, —cómo sólo ella lo hacía— dejándome sumergido en estas palabras, sin poderla decir que por su mirada... ¡Por su mirada, yo vivía!

 
          Cuando terminé de leer la última letra de aquel relato quise ser yo ésa mujer. Para poder tener la suerte de ser la musa que en esas letras describía; y tener el privilegio de susurrarle al oído cada noche mientras dormía:
 
          —No soy una musa, ni un sueño, ni una fantasía. Vivo esperando que llegue el momento de reflejarme en tu mirada para sentirme viva aunque solo sea en una estrofa compuesta de palabras...