Durante mucho
tiempo había pensado que esos impulsos que tenía a la hora de querer tener sexo
eran normales. Pero estaba comenzando a preocuparme cada vez más. Ya no se
trataba únicamente de asaltar a mi pareja a deshoras, o de hacer el amor en
sitios públicos —todas esas situaciones que para muchas parejas eran normales y
para otras "meras fantasías"—; mis impulsos eran cada vez menos
incontrolables.
Necesitaba imperiosamente la necesidad
de seducir, ya no tanto como de sentir placer, sino de seducir; de tener el
poder de meterme dentro de la cabeza de mi víctima, haciendo que perdiera
completamente su oremus, convirtiéndole en mi esclavo sexual.
Y como todavía me quedaba un poco de
pesquis, tomé la decisión de pedir consulta a un profesional.
Siempre había pensado que los
"psicólogos", eran una especie de "loqueros" que intentaban
arreglar los cimientos de tu vida y encauzarlos hacia la
"normalidad". ¿Pero qué es la normalidad? ¿Lo que desde niños hemos
visto en nuestra familia, o aquello con lo que nos sentimos plenamente felices
y satisfechos?
No es que me considerase una
ninfómana, pero bien es cierto que no era normal que siempre tuviese la
obsesión de "dominar", y es que aunque me cueste admitirlo, es ahora
cuando rozando los cuarenta años, he descubierto que obtengo placer dominando. ¡Sí!, sé que os extrañara y que seguramente en
vuestra mente me estáis viendo vestida con un body negro y esas botas de cuero
que llegan hasta el muslo con un vertiginoso tacón de punta. ¡No!, nada que ver
con ese tipo de "amas" al contrario... Lo que verdaderamente me
excita es dominar la mente de aquellos hombres cuyos principios y valores
son inquebrantables.
¡Vaya! Que cuanto más difícil es
conquistar a un hombre, más luchaba por tenerlo. Tal vez sea porque dentro de
mí hay más hormonas masculinas que femeninas, —pero no soporto conseguir nada
en esta vida de una manera sencilla, es más si no hay esfuerzo, ni lo valoro—.
Supongo que tú, que ahora me lees, comprenderás a qué me refiero.
El caso es que dejándome aconsejar por
mi amiga Davinia, pedí consulta a uno de esos que supuestamente se dedican a
orientar tu vida sexual.
Cuando me quise dar cuenta estaba
llegando a la altura del número de la calle en la que estaba la consulta de José,
—el encargado de encauzar mi vida—.
Siempre te imaginas que esos
especialistas son asexuados, bajitos, rechonchos y que ni ellos, ni ninguna
actitud suya, pueden despertar en ti ningún deseo.
Pero... ¡Madre mía!, cuando entré por
la consulta y le vi; toda esa teoría se desvanecía por completo. Era alto,
fuerte, de espaldas anchas y con unas manos perfectas. No es que fuera guapo,
¡no!, pero si era tremendamente atractivo. Era el típico hombre que sin saber
cómo ni porqué me atraía.
Realmente no sabía si la solución a
mis "problemas" los podría atajar él de alguna manera, o tal vez
terminaría convirtiéndose en mi mayor obsesión.
El caso es que cuando entré por la
consulta no sabía ni qué hacer, ni que tenía qué decir. Era la misma sensación
que recuerdo que tenía cuando al preguntarme un profesor en el colegio por la
materia, como por arte de magia, lo estudiado, se había difuminado en mi mente.
Recuerdo que me había vestido con una
falda vaquera, una blusa blanca, con los dos primeros botones desabrochados
—con toda la intención del mundo—, ya que todavía me podía permitir el lujo de
ir sin sujetador y además, sentir el roce de mis pezones al tacto de la seda,
me enloquecía. Y como no podía ser de otra manera, me había calzado mis
adorados zapatos de tacón de Manolo Blahnik. Resumiendo que no es que estuviese
atractiva, sino que era imposible que el más frío de los hombres, no se girase
para mirarme.
¡Todos, menos él! Que apenas me miró a
los ojos con desgana cuando me abrió la puerta de la consulta.
¡Detesto esos saludos formales de los
profesionales cuando te dan la mano! —No lo soporto—. ¿Se pierden las formas
cuando das un par de besos? Ya no lo sé, la verdad. Porque el nerviosismo y
las ganas de meterme en la mente de José, cada vez son más poderosas.
—Dígame, Giselle, ¿en qué puedo
ayudarla? ¡Cuénteme!
¿Ayudarme, contarle? —¡Joder!, ese
tipo me podía ayudar bien sabe Dios cómo y de qué manera—, pero menos mal que la
telepatía no existe, de lo contrario ya hubiera podía intuir que comenzaba a
exudar el aroma del deseo.
—No estoy acostumbrada a estar sentada
en estos divanes; ni tampoco sé que decirle.
—Entonces
túmbese, —estará más cómoda— y limítese a contestar a las preguntas que le
haga; por lo menos hasta que se sienta más relajada y me cuente por sí misma
que le sucede.
¡Dios!, no sé si tumbarme había sido
lo más acertado, porque sentir esa voz tan grave detrás mío haciéndome
preguntas de lo más intimas, me estaba poniendo por minutos cada vez más y
más... ¿nerviosa o excitada?
Cuando José comenzó a preguntarme
sobre mi vida íntima, —de repente esa extraña hipocresía que nos conduce a
mentir se apoderó de mí—, inventándome una vida sexual de lo más clásica y
aburrida. ¡Vaya! Que le dije que una vez por semana, el típico misionero y poco
más.
—Comprendo, Giselle.
Jamás me había sentido tan estúpida y
patética, como ése día. —"Comprendo, Giselle"—, nunca antes había
escuchado una frase con más sorna, como la que acababa de escuchar.
De repente comencé a sentirme de nuevo
como esa niña asustada, como cuando el profesor que te atrae se pone detrás de
ti mientras éste, está dictando. —Que de repente no sabes si "haber"
se escribe con "h" o no–.
Qué ridículos nos sentimos cuando no
sabemos cómo dominar la situación. ¡Y ése era mi verdadero problema!
Estaba empapada de sudor, ya no sabía
si era por los casi treinta y siete grados que hacía en Madrid o porque su sola
presencia, acaloraba mi interior.
—¿Se encuentra bien? La noto demasiado
nerviosa, ¿quiere que le traiga un vaso de agua? ¿Que abra las ventanas?
—Sí, por favor. Necesito un poco agua.
Realmente no es que necesitase beber
agua, lo que realmente necesitaba era saber que narices me estaba pasando y lo
que me empujaba a estar en un estado, completamente inusual en mí.
Cuando me incorporé del diván para
coger el vaso de agua que José me había traído —el tacón me falló—, haciendo
que perdiera el equilibrio.
En su fracasado intento de cogerme
para que no me cayera al suelo, provocó que ambos terminásemos tumbados en el
diván.
Cuando le sentí sobre mí —dejé de ser
yo—.
Son de estas situaciones atípicas que solamente están en tu cabeza y que jamás piensas que se puedan dar, pero
que se dan. ¡Y vaya que si se dan!
Todavía recuerdo con qué maestría me
desnudó y cómo con su lengua recorrió cada centímetro de mi cuerpo,
consiguiendo que cada bello de mi piel, se erizase. Sentada en el diván,
mientras que él estaba arrodillado en el suelo, comenzó a besarme el interior
de las piernas, hasta llegar a mi sexo, donde detenidamente empezó a besarlo.
Por más que quise resistirme y no
abandonarme tan pronto al placer, no pude.
Ya ha pasado tiempo desde aquella
experiencia. Y aunque apenas intercambiamos algunas palabras para intentar
solventar lo que yo pensaba que tenía que solucionar, he llegado a la
conclusión, que "ésa" confesión en el diván me sirvió para darme
cuenta de que sería un error fingir lo que no soy...