Ya se habían acostado todos, solamente el sonido del reloj del comedor me acompañaba.
Mi corazón latía tan fuerte que en ocasiones sentía que competía con el cuco que anunciaría la hora en la que tenía que reunirme con Roque.
Tan solo cogí el diario para poder seguir escribiendo mi vida con el fin de que algún día la gente supiera que la vida de los ricos no era siempre de color de rosa. Era doloroso abandonar el hogar, tal vez extrañaría las comodidades, pero el ambiente hostil en el que vivía y la incomprensión nunca los añoraría.
Bajé a las caballerizas para recoger el Hatillo con la ropa que había dejado el día anterior; el recuerdo del momento tan apasionante que viví al lado de Felipe se hacía todavía más fuerte. Sus besos, sus caricias, el olor de su piel, lo feliz que me sentí en aquel instante...
Me daba miedo afrontar el reencuentro con él, tal vez ya había sido borrado con los besos y las caricias de la otra.
Justo a la hora que acordamos, Roque me estaba esperando en la puerta trasera del palacete.
Su voz me hizo regresar a la realidad y me encaminé hacia el coche. Me senté en el asiento de detrás y apenas intercambiamos alguna que otra palabra hasta que llegamos al aeropuerto.
Una vez allí, embarqué dejando atrás todo recuerdo doloroso.
Quería vivir mi vida, poco me importaba ser la heredera de un marquesado, si en mi corazón lo único que albergaba en estos momentos era miedo, soledad y tal vez rencor.
Mi naturaleza era innegable, era hija, nieta y bisnieta de marqueses, al igual que todos y cada uno de los marqueses de Sagasta hasta llegar a mi persona; pero en muchas ocasiones no abogaba con sus costumbres y su manera de derrochar el dinero. Para mí era vital ayudar al prójimo. Nuestro poder adquisitivo y nuestro apellido debía de servir para algo más que para organizar fiestas de alto copete o algún que otro festival benéfico.
Yo consideraba que era importante invertir el dinero en hacer casas de acogida para que los hijos del servicio pudieran labrarse un futuro mejor y sobre todo para aquellos que se quedaban sin padres, tuvieran la oportunidad de conseguir un hogar donde nada les faltase, sobre todo el amor...; hacer una residencia de mayores para cuando aquellos que nos han servido durante años olvidándose de su familia y de ellos mismos en muchas ocasiones, tuvieran los últimos días de su vida la paz, tranquilidad y comodidades que tan merecidamente se habían ganado con el sudor de su frente.
Trabajar y velar por los intereses del marquesado solo valía la pena si se usaba para estos fines.
Seguramente mis progenitores —sobre todo mi padre—, no abogaría con estas ideas; pero tarde o temprano me encargaría de que se llevasen a cabo, a fin de cuentas, el marquesado era un título hereditario y vitalicio otorgado por los Reyes católicos a mis antepasados.
Por muy indigna que a la vista de mis padres y de muchas más personas pudieran ser estas ideas y muchas más, se llevarían a cabo al heredar yo el marquesado de Sagasta.
Salí de estos pensamientos cuando se escuchó a la azafata decir por megafonía: —Estamos sobrevolando sobre Madrid, en breves instantes aterrizaremos en el aeropuerto de Barajas, abróchense los cinturones. ¡Gracias!—.
No había nadie esperándome, tuve que esperar mi turno para coger un taxi. En anteriores ocasiones y otras circunstancias al regresar de un viaje siempre alguna persona del servicio estaba esperándonos.
Pero si decidí partir, lo decidí, asumiendo todas las consecuencias.
Me hospedé en un pequeño hostal que había en Valsaín, cerca de San Ildefonso.
El recuerdo latente de aquellas tardes de ocio y de esas meriendas de emparedados de jamón y queso que con tanto amor me preparaba Aurora me abrieron el apetito.
Salí a dar un paseo por los caminos de Valsaín, el olor a naturaleza que tanto añoraba y el saberme cerca de Felipe hicieron que un simple pincho de tortilla casi frío me supiera tan exquisito como cualquier comida que habitualmente me servían en casa de mis padres y que con tanto mimo estaban realizadas por Nicolás, el cocinero.
Me preguntaba si a estas alturas ya habrían leído la carta y cómo habrían reaccionado. No tenía mucho tiempo para acercarme a mi casa, debía tener cuidado para que ningún miembro de la seguridad me viese.
Sabía por Roque que su hijo Felipe le había dicho que el caudillo había dado órdenes de vigilar los alrededores de mi casa por si en algún momento dado mi padre regresaba.
Muchos palacetes de Madrid habían sido asaltados por los republicanos; cuadros, tapices y esculturas de grandes artistas de renombre se empezaban a vender de estraperlo en el mercado negro. Por suerte nuestro palacete no había sido expoliado, conservábamos intactas todas nuestras obras de artes. Las espléndidas obras de Goya, Velázquez y Miguel Ángel revestían las gélidas paredes de la casa.
Conseguí entrar a mi casa, ningún miembro de la seguridad ni del servicio me vieron, subí rápidamente a mi gabinete y allí asomada a la ventana pude ver a Felipe montado a caballo dando órdenes a los obreros para que desbrozasen las hierbas.
—¡Dios!, qué guapo estaba. Estaba sin afeitar y eso le hacía más atractivo de lo que ya era.
Quise salir corriendo, lanzarme a sus brazos y mostrarle todo mi amor. Pero tenía que ser cauta, antes tenía que asegurarme de que mi rival —su prometida—, no estuviese cerca de él.
Vi acercarse a una muchacha que no conocía, no tenía conocimiento de que trabajase para nosotros y dudo mucho de que mi padre en su ausencia la hubiera mandado contratar.
Con el personal que se quedó el día que partimos era más que suficiente para hacerse cargo de la hacienda.
Cuando vi que Felipe bajó del caballo y se dirigió hacia ella el corazón empezó a latirme rápidamente, lo que mis ojos tuvieron que ver instantes después fue una de las imágenes más dolorosas que mis retinas hasta ese día habían visto.
Mi Felipe, besándose con esa mujer. Sentí como el corazón se
desgarraba y hasta casi podía escuchar el sonido que mi corazón hacía al
cuartearse.
Yo, que le iba a dar un hijo, que había abandonado todo por estar a su lado, tenía que ver con mis propios ojos como había rehecho su vida.
No podía culparle, le habían dicho que había muerto.
Aunque si a mí me hubieran dicho que el faltaba, pasaría el resto de mis días en un convento, pero jamás amaría a otro hombre.
Cuando de pequeña escuchaba la expresión a mi madre de ojalá nunca tengas que derramar lágrimas de sangre, nunca la comprendí, hasta que en ese mismo instante sin contención alguna éstas resbalaban por mis mejillas.