Llevaba mucho tiempo sin madrugar y el sonido del despertador me parecía ya tan poco familiar en mi día a día, que me sobresaltó e hizo que el corazón me latiera rápidamente.
Me quité el camisón y me metí en la ducha para despejarme. No había dormido bien y quizás el saber que ya no había marcha atrás en la decisión tomada me causaba bastante pavor.
Suerte a que la noche anterior había dejado el equipaje preparado. Indudablemente no podía escoger otra ropa que no fuera mi traje favorito de falda de tubo con raya diplomática a juego con la chaqueta, mis queridos zapatos de tacón de Manolo Blahnik y mi inseparable bolso de Loewe. La imagen que proyectaba con esa ropa era la que siempre me acompañaba, elegancia con un toque sensual debido a la abertura de la falda que dejaba entrever mi muslo, que acompañado al caminar sobre unos zapatos tan sofisticados me envolvían en ese toque de glamour que tanto me gustaba. Evidentemente era fiel a mi perfume favorito Chanel 5, —¿qué otro perfume se podría llevar a una ciudad como París?—.
Ya estaba preparada, lista para embarcarme en esta aventura que había decidido llevar a cabo. Aventura, que me depararía momentos buenos y seguramente alguno que otro un tanto amargo.
Apenas estaba terminando de recoger la habitación, cuando llamaron al telefonillo.
—Señorita Bayma, está el taxi esperándola abajo.
—Gracias, Tomás, por avisarme, enseguida bajo. —Era el conserje del edificio—.
La verdad es que no estaba acostumbrada a que me llamasen por mi apellido, pero... Tomás, estaba sustituyendo al conserje que teníamos, y era un señor estrictamente protocolario, pero me gustase o no era mi apellido.
Ya sentada en el taxi y camino del aeropuerto los pensamientos se adueñaron de mí, dejándome completamente absorta. París era una ciudad propia del amor, desde niña siempre soñé con la típica escena en la que tu novio se arrodilla delante de ti pidiéndote matrimonio, mientras que abre una pequeña caja cuyo contenido es un ansiado anillo de oro blanco con un diamante, para terminar, fundiéndose en un apasionado beso y como único testigo de tan inolvidable momento, la Torre Eiffel.
Pero la realidad era otra, para mí París no era una ciudad del amor al uso, como siempre soñé desde niña, más bien todo lo contrario era un viaje de trabajo, pero... cuya finalidad era más importante que ningún diamante, rubí o la mismísima perla peregrina.
Era sin lugar a duda el motivo de amor más incondicional que pueda existir: salvar la vida a un padre.
Cuando me quise dar cuenta ya estaba en el Aeropuerto, siempre odiaba tener que estar casi una hora antes para poder embarcar, me parecía una completa pérdida de tiempo que siempre me hacía recordar que el trayecto no era únicamente de dos horas, sino que había que sumarle esa maldita hora de más en la que terminabas aburrida de dar paseos de un lado para el otro hasta escuchar por megafonía la salida de tu vuelo.
Llegó la hora de embarcar. Después de tomar asiento y mirando por la ventanilla como Madrid se alejaba y se hacía pequeña a la vista mientras que el avión iba cogiendo altura, hizo que me diese cuenta de que era realmente como me sentía yo, pequeña. Sabía que tenía que luchar con uñas y dientes como cualquier persona haría en mi situación, pero... El respeto, el miedo a fracasar, el no saber las verdaderas intenciones de Musa, hizo, que me sintiese tan indefensa como un gorrión.
¡Sí!, tenía miedo, miedo a no saber controlar la situación, miedo a que todo el plan urdido estos días de atrás se fuera al traste por cualquier nimiedad que no estuviera a mi alcance. Y lo que más me aterraba era saber que mientras que yo estaría yaciendo en la misma cama con el Sr. Musa y siendo penetrada por él; mi padre, estaría sobre una gélida y estrecha cama de un quirófano a kilómetros de mí, sin poder estar a su lado y sin poderle coger de la mano... Pensar en eso era lo único que hacía que mi fuerza se desvaneciera.
Esos pensamientos hicieron que el viaje pasase más rápidamente, cuando me quise dar cuenta ya habíamos aterrizado en el Aeropuerto de Paris Charles de Gaulle. Y como bien me dijo Musa, su chófer, estaba esperándome para llevarme al hotel.
François —el chofer del Sr. Musa—, era el hombre más serio y profesional que jamás había conocido, apenas intercambió unas correctas palabras para darme la bienvenida, recogerme el equipaje, abrirme la puerta del coche y hacer lo mismo a la llegada al hotel.
Me dirigí a la recepción, solamente tuve que dar mi apellido para que una eficiente señorita me diera la llave y mandase llamar a un empleado para que subiera mi equipaje a la habitación.
Poder estar en la Suite Imperial del Hotel Ritz y saber que es una réplica del cuarto de María Antonieta —quien fue esposa del rey Luis XVI de Francia— en el palacio de Versalles, es una sensación tan especial y que está al alcance de muy pocas personas. Pero nada de ese lujo, nada de esa elegancia que se podía respirar en la habitación, podían hacer que olvidase que el verdadero motivo por el que estaba allí era para prestar mis servicios a Musa.
Es a partir de ese momento cuando ya tenía que volver a meterme dentro de mi faceta profesional de escorts y medir con cautela, todos y cada uno de mis pasos.
Decidí salir a caminar por las calles de París, cuando me quise dar cuenta había llegado a los campos Elíseos, hacía una tarde fría, pero... aun así, había parejas acarameladas que lucían como enamorados una alianza en sus manos como símbolo del amor que se profesaban, amor que no siempre era real.
Se dice que el mundo es un pañuelo y qué verdad es, ya que a lo lejos pude ver a la mujer de uno de los magnates con los que había estado, besando a un hombre que no era su marido. Y ver esto me hizo pensar sobre la falsedad que había a mi alrededor. Llevaba años aguantando ser vilipendiada y quizás lo más bonito que podía haber escuchado era que yo era un rompe matrimonios, pero... Teniendo esta escena delante de mí y aunque no es propio de mí, por la vulgaridad de la frase en sí, no podía evitar pensar: —Que no era más puta quien ejercía de tal, sino aquella que pretendía ejercer de señora, llevando una doble vida y olvidándose del juramento que en su día hizo—.
Quizás era por esa actitud por la que su marido contrataba mis servicios, como la gran mayoría de las veces sucedía, solo por ser escuchado.
Y estaba claro que para ser escorts había que ser un señora. Me parecía patética la actitud de muchas mujeres que se olvidaban, que la pareja que tenían al lado —aquella a la que habían prometido amor en un altar—, era algo más que una fuente de ingresos. Ese hombre también necesitaba sentirse querido, admirado, deseado. No voy a negar que conseguir que se sintieran así era una de las primeras cosas que me enseñaron en la Agencia. Y quizás por eso era de las mejores escorts que había en Madrid.
Llevaba mucho tiempo sin tomar un chocolate caliente y la verdad es que la temperatura invitaba a hacerlo. Entré en la cafetería y en seguida vino la camarera a tomar nota. Mientras que esperaba a que me trajesen el chocolate con unos picatostes. No daba crédito al ver que Davinia estaba entrando por la puerta.
Era increíble observar lo atractiva que era para tener la que edad que tenía, poseía un físico envidiable, que, acompañado de su elegancia, de su saber estar y de su inteligencia, logró que en su día todas sus alumnas, entre las que me encontraba yo, la tuviéramos como máximo referente.
Tenía mucho, mucho que agradecerle, de no haber sido por ella seguiría pensando que con ser guapa bastaba. Fue ella quien me abrió los ojos, quien despertó en mí las ganas de cultivarme, de mejorar, de luchar, de ser la única mujer que hiciera tambalear al hombre más frío e insensible que pudiera existir. Me reconoció y se sentó conmigo.
—¡Giselle qué sorpresa! ¿Cómo estás?
—Sorprendida Davinia, te hacía en Madrid.
—¡Qué va! hace unos meses lo dejé, si tú te considerabas mayor con tan solo treinta y seis años, imagínate yo con la edad que tengo.
—He decidido cambiar mi vida como tú, empezar de cero. Y como recordarás que había estudiado para ser secretaria de dirección, conseguí un puesto en el Hotel Ritz.
—¿En el Hotel Ritz? ¡Jajaja!, no me lo puedo creer Davinia, estoy hospedada en la Suite Imperial. ¡Qué casualidad!
—¿Y qué haces en esa Suite? ¿Has vuelto a ejercer? ¿No lo había dejado?
—Y así era Davinia, pero... Sabes que mi mala cabeza hizo que me administrase mal y lo peor, que mi padre se está muriendo. Las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas.
—Giselle, no sé qué decir. ¡Vamos!, pidamos la cuenta. He de regresar al hotel, allí podré escaparme y hablar contigo en la habitación, ¿qué me dices?
—Si, por favor. Necesito hablar.
Cogimos un taxi con dirección al hotel. Me acompañó a la suite, descorchó la botella de Champagne Moët & Chandon, me sirvió una copa y después se sirvió ella.
Nos sentamos en el diván que había al lado de la chimenea y estuvimos hablando, ella no daba crédito a todo lo que me estaba sucediendo.
Pero era tan profesional como yo y sabía que por la cláusula de confidencialidad que firmábamos no podíamos hablar de nada relacionado con nuestros servicios, simplemente me abrazó consiguiendo que dejase de temblar al recordar la enfermedad de mi padre y por miedo a que mi sacrificio fuese en vano.
Su olor era embriagador, y al sentir el roce de su piel al lado de la mía, hizo que me estremeciera por completo.
En esa habitación había dos mujeres que estaban llenas de sensualidad, de deseo, sin complejos, con ganas de vivir y de sentir. Dos mujeres que eran expertas en despertar el deseo, conocedoras de las caricias más excitantes.
Sus labios tan rebosantes de vida y pidiendo a gritos ser besados, ese escote que dejaba entrever su tersos y firmes pechos... —¡Imposible no sucumbir a los deseos de querer besarla, de arrancarle la ropa y hacerla mía!—
No exagero cuando digo que estaba literalmente excitada. Tenía sed de ella, de sentir sus manos peregrinas por todo mi cuerpo, mostrándome un mundo lleno de sensaciones completamente distintas a las que ya había experimentado con hombres.
Sus labios se acercaron a los míos despertándolos del letargo en el que se hallaban. Sentí sus manos rozando mis pechos —jamás caricia tan sencilla hizo estremecerme de aquella manera—. Me sentí como la primera vez que estuve con un hombre o tal vez peor, no sabía qué hacer, como comportarme, jamás había estado con una mujer en la intimidad, salvo en sueños... —Hasta ese momento tenía muy clara mi condición sexual, pero ahora, ya estaba dudando—.
Un sueño que estaba delante de mí y que evidentemente no iba a desaprovechar. Sus labios eran suaves, jugosos y sus besos tan tiernos como experimentados, cuando me desabrochó la camisa, comenzó a besarme el cuello, me volví loca de excitación, todo mi cuerpo estaba deseoso de ir más allá de un inocente juego preliminar.
Me quitó el sujetador y succionó mis pezones de tal manera que noté mi sexo palpitar y entonces sentí como sus dedos iban acariciando mi cintura, para pasar por mis caderas y terminar apartando el tanga que llevaba e introducir su dedo en mi interior.
Davinia paró un instante, para separar delicadamente mis piernas, besar mi sexo y beber de mí. Consiguió enloquecerme de tal forma que no pude aguantar ni un minuto más tanto placer, noté que mi espalda se arqueaba mientras que sentía que mis piernas temblaban incapaces de controlarlas.
Había perdido completamente el norte, lasciva, loca, poseída... La despojé de toda la ropa que llevaba encima y me posé sobre ella.
Su piel era tan suave, sus pezones estaban completamente duros —era novedoso sentir esa sensación y a la par súper excitante—, recorrí con mis labios su cuello, jugueteando con mi lengua, bajando por su vientre, le abrí suavemente las piernas, me encantó ver cómo se retorcía de placer.
La mujer que me enseñó a ser como soy, de la que fui su mejor y aventajada alumna. Ahora estaba desnuda a mi lado, dormida y completamente relajada.
Un encuentro de damas que sin duda alguna después de lo que sentí, se repetirá... La deseaba, sí, pero... Observar como dormía era casi tan placentero como querer despertarla con mis besos, recorrer cada centímetro de su cuerpo y lograr de nuevo que gimiese de placer, pero sé que esos gemidos los volveré a escuchar...
Lo que comenzó con un inocente beso, finalizó en un encuentro de damas, desnudas y vestidas con la verdad.
De nuevo la realidad se hacía presente. Mañana por la tarde el Sr. Musa llegaba a París y no sé cuáles serían sus intenciones...
Continuará...
No olvidéis que tenéis una cita conmigo el próximo viernes 4 de octubre.
Hasta entonces, ser felices, ser malos, pero es sí... no me seáis infieles.
Eva Mª Maisanava Trobo