Aunque han
transcurrido muchos años desde mi infancia, los primeros recuerdos que se me
quedaron grabados a fuego, fue la primera vez que vi a mi madre arrodillada
delante de un crucifijo implorando a Dios que todo terminase.
En las elecciones municipales del doce
de abril de mil novecientos treinta y uno, se aprobó la dictadura española en
la mayoría de las ciudades, de manera que la familia real tenía que irse al
exilio. Los monárquicos sabían que sus fortunas peligraban si se quedaban en
España, por lo que la gran mayoría decidieron irse fuera del país que los vio
crecer.
Mi padre pese a lo tirano que era, en
cuanto a los negocios se refiere, era un lince y tenía todo su patrimonio
económico en Laussana (Suiza).
Allí teníamos un pequeño palacete y
nos trasladamos con las pertenencias justas, dejando al cuidado de la casa y de
las tierras a parte de nuestro servicio.
Ya tenía la edad suficiente para darme
cuenta de que mi padre al no estar tan en contacto con el Rey y sus camaradas
se sentía solo, por lo que intentó reconquistar a mi madre, pero mi madre no
podía olvidar… Solo se limitaba a ejercer de marquesa de puertas para fuera, su
educación no le permitía lo contrario.
Mi infancia, aunque la recuerdo muy
lejana, ni puedo, ni pienso, ni quiero olvidar aquellos maravillosos veranos en
la Granja de San Idelfonso:
—¡Eran inigualables!—
Recuerdo como si fuera hoy mismo, los
días en los que Aurora, mi institutriz, me llevaba a pasar el día a la boca del
Asno: un área de recreo muy cerca de nuestra casa.
El sonido del río, el olor de la
naturaleza, aquellos emparedados de jamón y queso que con tanto esmero me
preparaba y que en más de una ocasión al escuchar el mugir de una vaca —me
asustaba—, estos terminaban en el suelo.
—¡Dulcinea!, has de aprender que la
comida no se tira al suelo, algún día, tal vez te falte y valorarás la que
ahora has dejado caer—, me decía Aurora cabreada.
Era una mujer afable y muy
trabajadora, aunque llevaba tan firme el protocolo y sabía tan bien cuál era su
sitio que en ocasiones me exasperaba.
Ya había sido la institutriz de mi
madre, llevaba muchos años al servicio de su familia y una de las cualidades
que más se valoraba de ella, era la discreción. Valía más por lo que callaba,
que por lo que contaba. Demasiados secretos podían revelar y ninguno de ellos
nos beneficiaría que se aireasen.
Mis padres en Laussana, se relajaron
con respecto a mi estricta educación. Ya no me obligaban a recibir clases de
piano, aunque si que seguían y por fortuna permitiéndome ir a clases de
equitación.
—¡Ojalá todo fuera diferente y
pudiese ser libre!—
Con el fin de la monarquía, daba comienzo una nueva etapa en mi vida, la de una adolescente rebelde en busca de sus sueños y de su libertad.