Cuantas veces he escuchado de los labios de mi madre esta frase:
—¡Hija! Cuando seas madre lo entenderás—.
Y qué cierto es que cuando las mujeres pasamos por la maternidad, desearíamos poder borrar con una goma todas esas malas contestaciones que en la adolescencia todos hemos dado. —¡Ahora entiendo los desvelos de mi madre!—.
Me encuentro asomada a la ventana de la habitación del hotel, pensando en qué decisión tomar. ¡No es fácil!, desde fuera es sencillo defender la vida, pero... ¿Y cuando no tienes nada que dar? ¿Y cuando el hijo que llevas en tus entrañas sería una mera moneda de cambio?
Estoy hecha un mar de dudas; ansío ser madre, pero por otra parte necesito sentirme libre. Y no es libertinaje lo que busco, sino que ahora que dentro de mí hay un conjunto de células que se están desarrollando, me planteo si de verdad es eso lo que quiero.
Si tengo que ser sincera, mi vida está completamente desestructurada. Y no sé si realmente sería sensato por mi parte traer un hijo al mundo en estas circunstancias.
Pese a que he vendido mi cuerpo al mejor postor, hay algo que nunca venderé... Mi alma.
Y aunque sé el revuelo que van a causar mis palabras y más a sabiendas de lo que he sufrido y experimentado hasta la fecha, tengo sentimientos. Y un hijo ahora no sería lo mejor.
Sé que mi familia me apoyará pese a la decisión que tome, sea contraria a la suya. Es absurdo que me impongan una decisión a estas alturas de mi vida.
De nuevo vuelvo a sentir ese escalofrío por todo mi cuerpo, presiento que algo malo va a suceder. ¿Pero el qué?
Es absurdo negar que esté completamente enamorada, y aunque parezca que mi huida fugaz, fue sinónimo de inseguridad, no lo fue. Simplemente lo hice para conocer sus sentimientos. Vivir con esta desazón es absurdo y más ahora que estoy embarazada.
En estos instantes esa vocecita llamada conciencia, me dice que le llame y le diga que voy a ser madre. Pero no quiero hacerlo, quiero que tome la decisión de estar el resto de su vida conmigo porque me ame. No quiero que lo haga porque esté esperando un hijo suyo; nunca utilizaría a un hijo para atrapar a un hombre.
Es curioso como en décimas de segundos cambia la vida de una mujer cuando se está en estado. —¡Cuánta razón tenía mi madre!—.
Es de nuevo el sonido del móvil quien consigue devolverme al mundo real dejando a un lado los pensamientos, los miedos y la decisión de si tener o no a mi hijo.
—Dime, mamá. ¿Cómo amaneció papá?
—Bien, Giselle. Pero ahora quien nos preocupas eres tú, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a tener a tu hijo? Sabes que un hijo no es un juguete que cuando te cansas, devuelves a la tienda de juguetes, o tiras a la basura. Es para siempre, Giselle. Desde que tomes conciencia y estés segura, dejarás de ser tú, para ser él. Queremos que sepas que tomes la decisión que tomes, te apoyaremos. No te voy a pedir que nos hables de él, ni en qué circunstancias os conocisteis. Hablar ambos y tomar una decisión. Te queremos.
—Gracias, mamá. Pero no sé si deba decirle que espero un hijo suyo. No quiero que decida quedarse conmigo, sólo porque le voy a dar un hijo.
—No te voy a decir qué debes y qué no debes hacer. Pero no tomes una decisión sin madurarla, porque las consecuencias te pueden condicionar el resto de tu vida.
—No lo haré. Voy a buscarlo a el aeropuerto.
—Te queremos, Giselle.
—Y yo a vosotros, mamá.
De nuevo y con más intensidad que nunca, esa corriente gélida que atravesaba cada poro de mi piel se apoderaba de mí, tenía miedo, y no sabía a qué.
Tenía que vestirme, por fin hoy le veía, y por su mirada sabría si sería un dulce adiós o la continuidad de una relación.
La hora se echaba encima, me puse unos vaqueros con una camiseta azul y la chaqueta de cuero que tanto me gustaba y me dispuse rápidamente a bajar a la calle. El taxi me estaba esperando.
De camino al aeropuerto, se veía una columna de humo que claramente dejaba entrever que había sucedido una desgracia en el aeropuerto. Ésa extraña sensación que había tenido cobraba sentido.
El corazón me latía rápidamente. Cuando llegamos al aeropuerto la zona estaba acordonada, no nos dejaban pasar. El incómodo sonido de las sirenas de las ambulancias incrementaba por momentos mi miedo. El no tener la certeza de lo que estaba sucediendo, me consumía.
A lo lejos pude ver a François. Estaba con las ropas desgarradas y lleno de sangre. Ya no había ninguna duda de que le había pasado algo, puesto que siempre que viajaba, lo hacía con François.
Presa del miedo, saqué valor para saltarme el cordón policial e ir su encuentro. No podía aguantar ni un minuto más y tenía que saber si el padre de mi hijo estaba en peligro.
Cuando ya tenía delante a François y le iba a preguntar por él, escuché un hilo de su voz. Me giré y le vi en una ambulancia. Pese a que la policía y los médicos quisieron detenerme, fue en vano. Nadie se interpondría entre él y yo.
—Musa... Mi amor.
—Giselle, yo...
—¡Quítese, Señorita!—, me empujaron para socorrerle.
Al pensar que lo podía perder para siempre, entré en schock. Empecé a sentir que parte de mi vida se iba y no era una metáfora, pues estaba sangrando. Estaba a punto de perder a los dos hombres de mi vida, a mi hijo y a su padre.
—¿Se podía ser más desgraciada?—.
No recuerdo como fue, ni qué pasó, pero al despertar... Estaba tumbada en la cama de un hospital.
Lo primero que hice fue preguntar por mi hijo, en esos instantes es cuando me di cuenta de que le amaba, que estaba preparada para ser madre y que él era más importante que mi vida.
Afortunadamente los médicos me confirmaron que todo seguía su curso, debía reposar.
Mi madre había dejado a mi padre en la habitación para bajar a urgencias. ¡Menudo panorama en el que se encontraba! Su marido, su hija y su futuro nieto en un hospital.
Cuando pregunté por él, el rictus en la cara de mi madre cambió. Sabía que algo pasaba, pese a que no quería decirme nada. Le pasaba lo mismo que a mí, nuestra cara era reflejo de lo que sentíamos.
—Tienes que descansar, mi niña.
—Mamá, ¿qué pasa? ¡Quiero verle! ¿Dónde está?
Mi madre rompió a llorar. En ese instante François entró en la habitación; era incapaz de sostener mi mirada y de articular una sola palabra. Me dio un sobre y se marchó.
—François, ¡maldito seas! ¿Qué pasa? ¡No te vayas!—, dije gritando.
Regresó a la habitación y me dijo:
—Srta. Bayma. No tengo ánimo de hablar, se lo ruego. El Sr. Musa me pidió que le entregara esta carta. —¡Hasta siempre!—.
No entendía nada de lo que estaba sucediendo. No sabía que había sucedido, todo parecía un mal sueño. Mi madre me dejó a solas para que leyera la carta.
Amada mía:
Si estás leyendo esta carta nada más me puede hacer feliz. Puesto que me voy sabiendo que la madre de mi futuro hijo está viva.
Me imagino que esta carta te estará destrozando el alma, pero mi amor...
¡No quiero que sufras! Cuando viniste a verme al aeropuerto pude ver en el brillo de tu mirada, que en tu interior estabas anidando una vida.
¡Recuerda que ya soy padre y ese brillo es único, cielo!
Al llegar al hospital y como pude... mal escribí esta carta, pero no podía despedirme sin ser sincero. Siento haberme comportado como un auténtico cobarde, al no decirte en persona, lo que en esta carta vas a leer.
—Te amo, Giselle Bayma—.
Sé que este te amo, llega tarde, muy tarde. Y que por cretino ya nunca podré besar tus labios y susurrártelo al oído. Pero la vida hay que afrontarla como nos toca.
Has de ser fuerte por nuestro hijo. Antes de partir de París, ingresé en tu cuenta corriente la cantidad suficiente como para que ni al niño, ni a ti, ni a tu familia os falte de nada.
Me voy con la única pena de saber que no podré besar la carita de ese ángel que saldrá de tus entrañas. ¡Prométeme que lo cuidarás!
Háblale de mí, de cómo nos conocimos y como fue concebido. No te avergüences jamás de lo nuestro. Has sido, eres y serás la mujer que lleno mi vida y que ahora me acompañará el resto de mis días...
Me despido con un dulce adiós, acompañado de un te amo cargado de mucho, mucho amor.
Sé feliz, Giselle y lucha por nuestro hijo.
No olvidéis que tenéis una cita conmigo el próximo viernes 8 de noviembre.
Hasta entonces, ser felices, ser malos, pero es sí... no me seáis infieles.