Nando,
mi mejor amigo; era una hombre diferente a todos los demás.
Resultaba
todo un enigma el poder descifrar el significado de su mirada, al igual
que tampoco podía saber como iba a reaccionar ante las diferentes
situaciones en las
que esta vida caprichosa te pone a tus pies.
No
sabría decir si era el atractivo de su mirada, si lo era el halo de misterio
que le envolvía, pero... quería conocerle más allá de lo que él me mostraba de
sí mismo; —aunque mi intuición femenina me decía que nunca llegaría a conocerle
del todo—.
Nos
conocimos en una reunión de amigos, él se dirigió a mí, sin entender el por
qué, el caso y lo que importa, es que lo hizo.
Llevaba mucho tiempo sin verle, casi
desde el verano; en aquellos días donde el calor que se respiraba en Madrid
era insoportable.
Por
fin llego ese día esperado en el que volvería a verme reflejada en su mirada.
Entre
el recuerdo de aquellos días, unido a la temperatura de mi cuerpo que aumentaba
al pensar en él, hacia que el frío que se metía por cada poro de mi piel se evaporaba...
Amistad,
respeto, atracción, quizás el compartir las mismas aficiones, hacia que aunque
de tarde en tarde, quedásemos para hablar, para vernos y tal vez para disfrutar
en silencio de nuestra compañía.
Aquél
día, más que ningún otro, tenía ganas de verle; aunque no iba a comportarme de
ninguna manera que delatase, que en verdad había anhelado durante tantos meses
el disfrutar de su compañía.
¡Qué
difícil es fingir amistad, cuando lo que sientes es atracción!, aunque... ¿Cómo
se puede saber que esa atracción es amor y no solamente deseo?
¡Sí!,
tal vez la única solución era que yo diera un paso adelante, aún a riesgo de
romper esa amistad. —¿Y
si le pidiera un beso? ¿Cómo reaccionaría?—.
Tendría
que aprovechar un momento en el que bajase la guardia o que me insinuase algo;
necesitaba aprovechar una oportunidad para poderle besar. ¡Solamente así
sabría si lo que sentía era amor o una gran amistad!
Tenía
muy claro que prefería perder arriesgando, a estar sufriendo en silencio, por
mantenerme callada... y seguir soñando con sus labios.
Quedamos
en un restaurante bastante elegante y con un nombre precioso; discreto,
acogedor y con un ambiente que hacía que todavía me sintiera más cómoda de lo
que ya me sentía a su lado normalmente. Cada lugar que escogía para vernos, era
siempre diferente, con lo que conseguía que cada cita fuera especial. Aunque todos
los sitios tenían un nexo en común: eran distinguidos y elegantes al igual que su manera
de ser y su saber estar.
Mientras
que le esperaba, escuchaba por megafonía las diferentes salidas de los trenes
de la estación de Atocha y eso hacía que el par de minutos que le esperé,
parecieran una eternidad.
Cuando
le vi subir por las escaleras mecánicas, el corazón me latía rápidamente;
hubiera querido dejar de ser esa mujer que estaba acostumbrada a dominar cada
reacción de su cuerpo y salir corriendo para abrazarle.
Pero
su forma de ser, me confundía; por una parte sabía que tendría su amistad de
por vida, no solo por como se comportaba, sino también porque me lo demostraba.
Sin embargo, había contestaciones y desplantes, que me daban miedo, que
erizaban mi piel al pensar que podría perder esos "momentos" en los
que era auténticamente feliz, —esos "instantes" en los que desearías
parar el tiempo para exprimir minuto a minuto cada sensación que tenía—.
Como
siempre había reservado mesa en el restaurante —ése gesto siempre me había gustado en un hombre y más
en él—, así te evitabas la famosa respuesta: —Disculpen, está todo lleno—.
Ya ni
recuerdo lo que comí. En ocasiones aunque le miraba mientras me hablaba, en
mi foro interior estaba pensando: ¡Vamos, ahora, lánzate! Pero... ¡no!,
¡maldita sea mi estampa! No tenía el valor de hacerlo. Solo me limitaba a
rápidamente posar mi mirada en sus labios, para que él se diera cuenta. Pero...
¡No!, o no se daba cuenta, o bien esa timidez que por desgracia compartíamos,
unido al miedo de perder la amistad, hacía que ambos ocupásemos el lugar que
nos correspondía.
Como
me hubiera gustado, poder entrelazar nuestras manos y escuchar de sus labios:
—¿Y de postre, amor?—, y yo por fin poder contestar: —Tus labios, siempre tus
labios—.
Pero
en fin, lo único que rozó mis labios aquél día, fue el chocolate de la tarta
que ambos compartimos. —Seguiré soñando con el sabor de sus labios—.
Eva Mª Maisanava Trobo
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