Sentía una voces internas que me gritaban, me decían: hazte
daño, mátate, no sigas viviendo, para qué.
Has fracasado en tu intento de ser escritora, ni tu obra
gusta, ni tus palabras hacen despertar ningún tipo de sentimiento, ni bueno ni
malo, nada...
Apártate del camino, no sigas luchando, no vale la pena...
Nadie te va a echar de menos, ya nadie va a pensar en ti; quizás los primeros
días alguien derrame alguna maldita lágrima, pero luego... serás olvidada como
quien olvida que llovió la semana pasada. A nadie le importas, —solo te están
usando para tener fama— y tú eres esa estúpida incrédula que ayudas a los demás
sin recibir nada, eso es lo que eres una maldita ilusa fracasada.
Esas voces me volvían loca durante días, se agolpaban en mi
interior como si fueran acufenos imposibles de olvidar, constantemente
martilleando mis oídos, día y noche; como si tuviera en el interior una
lavadora centrifugando.
Me falta el aire, temo hacerles caso, cojo un bote de
pastillas con el propósito de abrirlo y poner fin a mi vida, a mi trabajo de
editora, a mi estúpida ambición de ser una escritora; a poner fin a esa
enfermedad que sin saber cómo ni porqué se está apoderando de mí. Estos
malditos vaivenes de felicidad pasajera. Hoy estoy bien, mañana regular y al siguiente
quiero planear mi final con la perfección con la que siempre he realizado
cualquier trabajo.
Y sin embargo, aún dentro de esa locura transitoria que se
apodera de mí, un atisbo de lucidez hace acto de presencia. Quería matarme sí,
pero no quería irme sin echar un polvo para irme con el recuerdo en mi mente y
el calor en mi vientre.
Encendí el ordenador, me dispuse a abrir el correo, a ver
si por un casual encontraría un mensaje de él, de mi amante, de Armando.
Poco me importaba ya los principios anquilosados de la
gente que me rodeaba, me lo quería follar, tal como lo lees, sin preguntas, sin
hablar, solo quería gozar la última vez, y más sabiendo que nunca más le
volvería a ver, solamente en su recuerdo quedaría la pena de no volverme a
poseer.
Siento que mi corazón late a mil por hora, un dolor agudo
hace que me encoja, tengo miedo a morir, sin antes ser libre...
Tengo calor, me desnudo...
Abro el correo y me encuentro un
email de él, de mi Armando.
Buenas noches...
Espero que estas cuatro letras,
ayuden y den química a nuestro encuentro.
No estés nerviosa, pues solo
deseosa debe ser, el tiempo a pasado la verdad, un paréntesis largo sin duda
que hace enfriar pero no apagar el rescoldo del deseo y la pasión.
Deseo que nuestro encuentro salga con plenitud y con
embriaguez de placer, de deseo, de todo lo que anhelas y deseas.
Quiero que nos devoremos, que
sudemos entre nuestros fluidos de éxtasis, que nuestras respiraciones se agiten
en volcanes de gemidos ante el umbral de un maravilloso orgasmo.
Sentirme tuyo, dominado ante tu
deseo, que me hagas desfallecer de placer y que tus poros de mujer se habrán
hacia mi.
Un besazo, felices sueños y
hasta mañana.
Todavía recuerdo cuando nos conocimos hace años, yo me
apunté a una página de contactos y él fue el primero en contactar conmigo.
"Galán" era su nick.
Siempre me juré a mi misma que nunca me liaría con nadie el
primer día. ¡Qué estupidez!, la vida y solo la vida se encarga ella solita de hacerte
actuar de la manera que jamás pensarías que actuarías.
Parece que fue ayer cuando vino a visitarme a mi tienda;
por aquel entonces era empresaria, siempre tuve esa ambición de prosperar. El
miedo a fracasar era para mi peor que morir.
Fracasé el día que le conocí, el día que apareció en mi
vida.
Nos llevábamos unos catorce años. Yo era una niña de bien,
que había puesto su primera tienda y él, militar; o eso era lo que él me contó.
A estas alturas, ya poco importaba si era militar, si su nombre
era real, o todo era una mentira. Quizás lo me excitaba era eso, saber que era
todo una mentira y yo la protagonista de la fantasía que siempre quise tener.
Recuerdo que ese día me encontraba hojeando la revista Pronto y
viendo el reportaje de la boda del S.A.R. Felipe de Borbón, con la siempre y ya
odiada por mi Letizia Ortiz Rocasolano.
Cuando le vi entrar por la puerta me quedé ida, era moreno
de ojos verdes, un físico bien musculado de mirada penetrante y un toque de
misterio. En ese instante pensé que el nick que se había puesto le venía como
anillo al dedo.
A penas pude darme cuenta de lo que decía el reportaje, la
mirada de Armando, hacía que perdiera la cordura, si es que en algún momento y
más en ese día, me acompañaba.
Por la mañana había dejado la comida preparada, no sabía de
sus gustos y opté por un plato de pasta con gambas, fácil de hacer...
Cuando cerramos la tienda y me acompañó a mi casa, cogió de
mi mano derecha las llaves y cerró.
En ese instante el miedo y la excitación eran más fuertes
que la razón.
Nos sentamos en la mesa, lo noté entre tímido y cortado.
—Tengo alergia al marisco—, me dijo.
En ese instante me sentí la mujer más necia del mundo,
buena parte de la mañana cocinando, para nada.
—¡Vaya!, ¿no me tendrás alergia a mi también, verdad?,
desconozco como pude tener el valor de decirle eso, cuando apenas le conocía de
media hora.
Se incorporó y se acercó al otro extremo en el que yo
estaba y me levantó. En ese instante me sentí como si fuera la protagonista de una
película porno, se te viene a la mente la escena en la que el chico tira todo
al suelo y te hace suya allí, pero... ¡No!, no fue así.
Yo vivía en un duplex, y como si se conociera de antemano
mi casa, me cogió de la mano y subimos las escaleras hasta mi habitación de
matrimonio. —Si, mi pareja estaba trabajando. Y yo sumida en un crisis en la me
empezaba a plantear el porqué vivía con mi pareja cuando ya no sentía nada más
que cariño por él—.
En ese instante comprendí que nunca se debe decir que jamás
se actuaría de cierta manera.
Nos devoramos a besos, mientras que como locos nos íbamos
desnudando; temblé cuando sentí sus labios acariciando cada poro de mi cuerpo y
deleitándose con pausa entre mis muslos.
Me sentí como una amazona salvaje montando a galope a su
potro desbocado, quizás con la ambición de apaciguar tanta pasión.
Pero... ¡No!, no quería que ese momento se acabase así.
Aunque como todo, acabó. Terminamos sudando y desnudos, en
ese instante al unísono dijimos: —¡Vaya!, empezamos por el postre—.
Ese día me di cuenta que siempre sería enferma de la
pasión, que difícil sería encontrar a un hombre que entendiera que mi forma de
vida era muy difícil de comprender, siempre al límite, siempre buscando nuevas
experiencias, siempre deseando besos y caricias nuevas...
¡Dios!, otra vez esas voces me están gritando: —¡Hazlo,
hazlo!—.
Llamé por teléfono a Armando, no quería contestar a ese email
que aunque me excitaba y me ayudó a salir de las tinieblas; prefería llamarle y
de nuevo escuchar su voz.