jueves, 10 de octubre de 2013

Escorts. Una semana en París. En breve editada por la editorial Seleer.

Sinopsis.

Giselle toma la decisión de dejar la profesión a la que se había dedicado buena parte de su juventud. Los años pasan rápidamente y está a punto de cumplir los 40 años, sabe que ha llegado la hora de abandonar antes de entrar en declive, pues su físico ya no es el mismo.

Está decidida a tomar las riendas de su vida, a dejar el mundo de noches frías, de amargos sinsabores, de besos sin calor y de gélidas caricias.

Quiere alejarse del lujo, del glamour, del atractivo mundo de la noche, de la gente "vip" y de los photocalls.

Desea llevar una vida anónima, empezar de cero, salir por la calle vestida de chándal, sin maquillaje, con sus zapatillas de sport y dejar a un lado los zapatos de tacón y la imagen frívola de una bámbola.

Pero la enfermedad de su padre, unido a lo mal que ha administrado su propia economía, la empuja a tener que tomar la decisión de regresar.

Una historia llena de humanidad, de solidaridad, de sensibilidad, de libertad, de sinceridad, de comunicación y sobre todo de apertura...donde se tocan temas delicados como el de las trabajadoras sexuales, las relaciones íntimas entre mujeres, desde lo más hondo del corazón y la intuición; jamás encasillando a nadie. Y otros muchos temas, que tú mejor que nadie comprenderás.

Una historia que está escrita con la finalidad de demostrar que hay que conocer a las personas por su forma de ser y no juzgarlas por su profesión.
 
 

 

 

domingo, 6 de octubre de 2013

Desnuda y posando para él.

        Nunca pensé que habiendo sido educada de la manera más estricta y ocultándome mis progenitores temas naturales como el sexo, podría haber actuado de esa manera.
 

        Tal vez, tanto protocolo, tanta pasión reprimida, me habían llevado a revelarme contra todo y contra todos.
 

        El mostrarme desnuda siempre había sido algo muy reservado para mí y para mi pareja; y sin embargo, cada vez que me miraba al espejo, sentía que todavía podía despertar pasiones, —pese a ese carácter algo altivo que era parte ya de mí, de mi personalidad—.
 

        Todo cambió una mañana de otoño cuando dando un paseo por el barrio de Salamanca de Madrid, —mientras que hacía tiempo mientras que mi marido estaba en una reunión en su buffet de abogados— y embrujada por un cuadro que había en una tienda de antigüedades; llamó tan poderosamente mi atención que no pude evitar el quedarme un buen rato, absorta, apreciando la belleza de ese cuadro.
 

        En aquél cuadro se podía apreciar la silueta femenina de una mujer, desnuda, serena e insultantemente bella.
 

        Sin querer y sin saber porqué sentí que me ruborizaba, no sabría decir si era por pudor, por excitación o por una mezcla de ambas; el caso es que sentí lo que nunca antes había imaginado.
 

        Cuando me dispuse a salir corriendo con la intención de dejar atrás aquella sensación que albergaba en mí; me tope con un señor que aumentó todavía más si cabe aquel embriagador estado de excitación en el que me encontraba.
 

        Jean Paul, que así se llamaba; era el propietario de una de las tiendas más conocidas del barrio de Salamanca. Era imposible no saber de él; pues era frecuente verle acompañado de una de las mujeres con más títulos nobiliarios en España.
 

        Era de esas personas que tenían luz propia, que con su sola presencia, aún sin hablar y en cualquier esquina de un local, llamaba la atención. Elegante, culto, atractivo y un cuerpo más que apetecible y bien cuidado, pese a sus más de 50 años. Conseguía con una sola mirada embrujarte y hacerte perder la razón.
 

        Por suerte o desgracia, era lo que me había pasado. Había perdido la razón ante un hombre que por su clase social —jamás habría reparado en mí—, pero por el contrario a todas las apuestas que en un salón de juegos se hubiesen llevado a cabo; Jean Paul: había reparado en mi persona.
 

        Nunca creí en el flechazo, ni tampoco por mi estricta educación, me permitía la licencia de no hacer nada, sin antes haberlo planeado. Dicen que para todo hay una primera ver y qué verdad es; de repente acepté el tomarme una copa de champagne, sin reparar, en que mi marido estaba a punto de dar por finalizada la reunión y recogerme para irnos a comprar los regalos de nuestro hijo Aitor.
 

        Me había olvidado de todo. Tener a Jean Paul delante, era tan mágico, que pese a que tal vez un atisbo de cordura en algún instante hizo acto de presencia, se esfumo para dar paso a esa mujer que anquilosada por su vida perfecta y sin ningún aliciente salvo el de ir de compras y escribir, se sentía mustia y marchita; pese a cumplir con su deber marital como le habían inculcado, pero sin encontrar en tales momentos verdadera pasión.
 

        Eran más de veinte años la diferencia de edad entre nosotros y sin embargo, sólo a su lado me sentía bien. Me quedaba embobada durante horas y horas escuchándole. Eran tan amplios sus conocimientos de historia y de arte, que era imposible dejar de prestar atención a cómo se expresaba.
 

        Y os aseguro que no buscaba ninguna protección filial, como podréis imaginar; al contrario, su sola presencia movía todos los cimientos de mi vida. Y quizás ésa desconocida sensación la que me empujo a obrar de la siguiente manera.
 

        Nunca antes había sido infiel a mí marido, ni de pensamiento, ni de hecho; en cambio ése día, embrujada por la mirada de Jean, llamé a mi marido para decirle que me iba con mi amiga Erika a tomarme un café y que más tarde nos reuniríamos en el centro comercial para comprar los regalos a nuestro hijo. No dudó, ningún instante de la palabra de su santa esposa, aquella que tenía por mujer perfecta en todos los aspectos.
 

        Y sin embargo pese a que estaba temblando por dentro cuando hablaba con mi esposo; lo desconocido, las ganas de saber qué saldría de aquella cita con Jean Paul, superaba con creces a la sensación de saber que no estaba obrando incorrectamente.
 

        Siempre había criticado a esas mujeres que buscaban fuera de casa, lo que dentro no tenían. Y ahora la vida, hacía que me tragase todas y cada una de esas palabras que injustamente y a modo de dardo envenenado había lanzado contra ellas.
 

Quería que pasase,

quería que sucediese.

Quería sentir,

lo jamás experimentado.

Quería volar en sus brazos,

y amanecer desnuda a su lado.

Despojada de miedos,

de tabúes y de absurdas etiquetas sociales.

Quería volar y dejar de sentirme muerta en vida.

Quería ser yo, aunque fuera por un maldito día...

 

         Después de tomar la copa de champagne, nos dirigimos al estudio que había en la parte trasera de la tienda. Estaba llena de maravillosos cuadros, a cuál de ellos más bonitos. Y al fondo había un lienzo blanco a esperas de ser pintado; al lado, una vieja mesa con todo el material necesario de un pintor, pinceles, acuarelas, todo, para plasmar en un lienzo lo que la retina de sus ojos captaba.
 

         Esos grados de alcohol de más me hicieron perder la razón, cuando le dije: —Quiero que en ese lienzo me dibujes—.
 
         En el cuadro que ahora podéis ver, apreciáis a una nueva mujer.
 
         Serena, viva y completamente satisfecha. Supo dibujar en el lienzo desnudo de mi cuerpo, todas aquellas necesidades que mi marido jamás supo satisfacer. Con su pincel me mostró un mundo lleno de colores y de pasiones, dejando atrás el mundo gris en el que vivía. Y ahora, gracias a él, no me arrepiento de verme en ese cuadro, como aquella mañana, en la que por primera vez me sentí una auténtica mujer.
 
 

sábado, 17 de agosto de 2013

Una estrofa compuesta de palabras.


          Siempre pensé que ir en metro era de lo más aburrido, pero cada día observando a las personas me di cuenta que era una fuente inagotable de inspiración para seguir creando esas historias que de vez en cuando escribía —confundiéndome en ellas—, y sin saber a ciencia cierta si eran reales o ficción. Pero... ¡Mejor así!, ¿verdad?

          Hasta ése día, llevaba mucho días atrapada en la monotonía, todos los días eran igual, nada parecía que en mi vida iba a cambiar; hasta ése día en el que mi mirada se cruzó con la de un desconocido.
 
          La fantasía era mi gran aliada, sin ella... ¿Qué sería de mí? ¿Y de vosotros?


         Durante varios días le había observado, siempre se comportaba como siguiendo un ritual, se sentaba en el asiento, se colocaba la camisa, abría su maletín de trabajo, sacaba un cuaderno, cogía su pluma y se ponía a escribir...

          Ése simple gesto cada día me llamaba más la atención. Tal vez porque era un "bicho" raro que al igual que la que suscribe la historia, —escribía a deshoras y en cualquier lugar—. Y por ése motivo, ese desconocido, me atraía.

          Allí, en ese momento, comenzó mi relato. No necesitaba hojas, ni un bolígrafo; con mirarle, y observarle me bastaba para escribir con mi mente, lo que ahora estás leyendo.

          Aquel desconocido se había convertido en mi obsesión, y tal vez en una víctima más de mis fantasías, o tal vez era yo un personaje creado por su mente. —¡No lo sé!, ya empiezo a dudar—.

          Nada hacía presagiar, que ese martes por la mañana iba a suceder algo distinto. Algo que a ésta escritora la haría cambiar su forma de ver la vida.
 
          Cuando me dispuse a sentarme en el asiento como cada mañana, observé que a su lado había un sitio libre, lo más fácil sería haberme sentado a su lado, observarle y tratar de leer lo que él escribía, pero ¡no!

          Me senté frente a él, para poder observar ésa mirada que cada día y con más fuerza aceleraba el ritmo de mis pulsaciones, consiguiendo de manera involuntaria provocar las ganas de querer ser esa pluma, —para ser acariciada con esa ternura y delicadeza con la que la sostenía—.

          Sin embargo y por sorpresa en la siguiente parada se sentó a mi lado. El corazón me latía tan fuertemente que se podía apreciar en el colgante que llevaba como se movía al ritmo de cada latido. Por fin pude leer lo que escribía.
 

          Allí estaba ella, observándome con esa mirada que acariciaba mi alma.

          Sin entender muy bien cómo se metió en mis venas como un torrente de energía —cada mañana—, me ilusionaba.

          Y despertó en mí las ganas de volver a escribir, como hace mucho tiempo que ya no hacía.

          Deseé desnudarla, susurrarla al oído que era mi musa, la mujer por la que yo suspiraba. Convertirla en prosa y acariciarla con cada palabra, para hacerla inmortal con el egoísmo de que mi corazón no dejase de latir, como lo hace cada día cuando la veo bajarse en la parada, —sin mirar atrás—, andando con esa seguridad, —cómo sólo ella lo hacía— dejándome sumergido en estas palabras, sin poderla decir que por su mirada... ¡Por su mirada, yo vivía!

 
          Cuando terminé de leer la última letra de aquel relato quise ser yo ésa mujer. Para poder tener la suerte de ser la musa que en esas letras describía; y tener el privilegio de susurrarle al oído cada noche mientras dormía:
 
          —No soy una musa, ni un sueño, ni una fantasía. Vivo esperando que llegue el momento de reflejarme en tu mirada para sentirme viva aunque solo sea en una estrofa compuesta de palabras...
 
 

domingo, 30 de junio de 2013

"Círculo mundial de escritores e intelectuales". Premio al tercer puesto...


           
          Dedicarse a la literatura es enfrentarte a un mundo de ilusiones y ligeras decepciones.        

          Es crear historias que en ocasiones son tan reales, que quien las lee, no sabe diferenciar, que es ficción y qué realidad.

          Empecé a escribir siendo muy niña. Mis primeros cuentos, lo escribí cuando tenía 10 años aproximadamente. Y ahora tengo 37 años. He tenido temporadas en que me he alejado de escribir porque siempre pensé que nunca lograría emocionar con ninguna de mis palabras.

          Siempre tuve un diario donde escribía todo lo transcurrido a lo largo del día, pero solo eran esos, sentimientos, que se quedaban encerrados bajo llave.

          En 1998 de nuevo volvió en mi la pasión de escribir, y de una manera incipiente. Porque no necesitaba días y días para escribir una historia. De repente sentía que tenía que escribir y escribir hasta gritar lo que mi interior había.

          De nuevo paré, porque siempre hay "amigos" que te dicen que es una bobada escribir, que para qué. Que de ello no se come. Cierto es que no se come con ello. Pero a mi, me alimenta el alma.

          Y fue de nuevo en octubre del 2011 cuando he regresado y para quedarme dentro del mundo de la literatura. Durante años la literatura y yo hemos sido amantes, quizás he querido engañar mi amor hacia ella, por timidez, por vergüenza, qué se yo por qué.     

          El caso es a día de hoy y hasta que la muerte me separe de ella, seguiré escribiendo, hasta exhalar mi último aliento.

          Hoy es un día especial para mí, otro reconocimiento más en mi corta vida de escritora, o creadora de historias. ¡Es tanto el respeto que le tengo a la palabra antes mencionada! 

          Es un honor para mí recibir este diploma, del "Círculo mundial de escritores e intelectuales". Un tercer puesto que os aseguro que me hace muy feliz.

         


          Os dejo el link, que os derivará a la primera entrevista que me han hecho.  


          Una vez me preguntaron: —Eva, ¿qué es para ti escribir?—. Aquí, en estas líneas está la contestación a lo que es su día no supe qué decir—.

 


Escribir...

Es contar historias irreales

dotándoles de una credibilidad,

en ocasiones surrealista. 

Escribir...

Es contarle al viento

lo que tu alma en silencio grita.
 
 
Eva Mª Maisanava Trobo

miércoles, 26 de junio de 2013

Una ilusión...


 
Se han ido mis musas,

y con ellas mi inspiración.

Te fuiste de mi vida,

y contigo, mi corazón.

Ahora estoy sola,

vacía, desolada

y perdiendo la razón.
 

Solo al cerrar los ojos,

de nuevo,

recobro la ilusión.

Te acaricio...

Te beso...

Te sueño...

Y vuelvo a ser yo.
 

Pero al despuntar el alba

y al abrir los ojos,

me doy cuenta

de que eres solo...

"Una ilusión"

 
Eva Mª Maisanava Trobo

domingo, 9 de junio de 2013

Pensando, sin querer pensar.



          De nuevo esos duendecillos desalmados se han apoderado de mis manos y son ellas las que a pesar de las órdenes que mi cerebro les emite, van por libre dejándome en mal lugar, escribiendo estos sentimientos.
 
          Durante mucho tiempo, tanto que ya ni lo recuerdo. Ese hormigueo que se siente cuando estás ilusionada, se ha vuelto apoderar de mi estómago, impidiéndome que pueda ingerir cualquier tipo de alimento.
 
          Siempre pensé que éste estado era propio de una adolescente, pero jamás me imaginé cerca de los cuarenta años, observándome como una niña asustada por lo que siente.
 
          Y pese a que lucho con todas las fuerzas por no sentirlo, no puedo.
 
          Estoy ilusionada, y no sé porqué, ni creo que tenga motivos. O tal vez conozca el motivo, pero me quiera engañar para no admitirlo.
 
          ¿Se pueden controlar los sentimientos?, siempre pensé que había controlado cualquier tipo de sentimiento; pero lo que había hecho no era controlarlo, sino salir huyendo cuando sentía esa estúpida sensación que se siente cuando al amanecer el primer pensamiento que tienes es el de una persona que sin saber cómo ni porqué, hace que en tus labios se dibuje una sonrisa.
 
          Lo sencillo sería arrancarme el corazón, salir huyendo de nuevo, no enfrentarme a esta situación y posiblemente con el tiempo, dejaría de sentir lo que por él siento.
 
          Pero... Ha llegado la hora de enfrentarme a mis sentimientos, aún a sabiendas de conocer su reacción y lo que es peor, su desprecio.
 
          Me he querido engañar, he querido encontrarle mil defectos, pero por más que quiera hallarlos, no los encuentro. Y no los encuentro, no, porque no los tenga, si no porque mi estúpido corazón se ha enamorado.
 
          Siempre me dijeron, Giselle, por más que quieras no podrás dominar cada minuto de tu vida. —¡Maldita verdad la que me dijeron!—.
 
          Ahora estoy aquí, pensando, sin querer pensar, y teniendo que admitir que sin querer, le quiero.
 
          Me encantaría poder escribir de una manera más positiva, quizás sabiéndome amada y porqué no, deseada.
 
           Pero me siento inerte, como una hoja que flota en el agua, queriéndome esconder en las olas, desaparecer, y esperarle en un lugar donde poder estar a solas; para tener el valor de decirle que le quiero, y que sin sus besos...muero.
 
          Fdo:
          Giselle Bayma

lunes, 27 de mayo de 2013

La confesión de un diván.


Durante mucho tiempo había pensado que esos impulsos que tenía a la hora de querer tener sexo eran normales. Pero estaba comenzando a preocuparme cada vez más. Ya no se trataba únicamente de asaltar a mi pareja a deshoras, o de hacer el amor en sitios públicos —todas esas situaciones que para muchas parejas eran normales y para otras "meras fantasías"—; mis impulsos eran cada vez menos incontrolables.

Necesitaba imperiosamente la necesidad de seducir, ya no tanto como de sentir placer, sino de seducir; de tener el poder de meterme dentro de la cabeza de mi víctima, haciendo que perdiera completamente su oremus, convirtiéndole en mi esclavo sexual.

Y como todavía me quedaba un poco de pesquis, tomé la decisión de pedir consulta a un profesional.

Siempre había pensado que los "psicólogos", eran una especie de "loqueros" que intentaban arreglar los cimientos de tu vida y encauzarlos hacia la "normalidad". ¿Pero qué es la normalidad? ¿Lo que desde niños hemos visto en nuestra familia, o aquello con lo que nos sentimos plenamente felices y satisfechos?

No es que me considerase una ninfómana, pero bien es cierto que no era normal que siempre tuviese la obsesión de "dominar", y es que aunque me cueste admitirlo, es ahora cuando rozando los cuarenta años, he descubierto que obtengo placer dominando. ¡Sí!, sé que os extrañara y que seguramente en vuestra mente me estáis viendo vestida con un body negro y esas botas de cuero que llegan hasta el muslo con un vertiginoso tacón de punta. ¡No!, nada que ver con ese tipo de "amas" al contrario... Lo que verdaderamente me excita es dominar la mente de aquellos hombres cuyos principios y valores son inquebrantables.

¡Vaya! Que cuanto más difícil es conquistar a un hombre, más luchaba por tenerlo. Tal vez sea porque dentro de mí hay más hormonas masculinas que femeninas, —pero no soporto conseguir nada en esta vida de una manera sencilla, es más si no hay esfuerzo, ni lo valoro—. Supongo que tú, que ahora me lees, comprenderás a qué me refiero.

El caso es que dejándome aconsejar por mi amiga Davinia, pedí consulta a uno de esos que supuestamente se dedican a orientar tu vida sexual.

Cuando me quise dar cuenta estaba llegando a la altura del número de la calle en la que estaba la consulta de José, —el encargado de encauzar mi vida—.

Siempre te imaginas que esos especialistas son asexuados, bajitos, rechonchos y que ni ellos, ni ninguna actitud suya, pueden despertar en ti ningún deseo.

Pero... ¡Madre mía!, cuando entré por la consulta y le vi; toda esa teoría se desvanecía por completo. Era alto, fuerte, de espaldas anchas y con unas manos perfectas. No es que fuera guapo, ¡no!, pero si era tremendamente atractivo. Era el típico hombre que sin saber cómo ni porqué me atraía.

Realmente no sabía si la solución a mis "problemas" los podría atajar él de alguna manera, o tal vez terminaría convirtiéndose en mi mayor obsesión.

El caso es que cuando entré por la consulta no sabía ni qué hacer, ni que tenía qué decir. Era la misma sensación que recuerdo que tenía cuando al preguntarme un profesor en el colegio por la materia, como por arte de magia, lo estudiado, se había difuminado en mi mente.

Recuerdo que me había vestido con una falda vaquera, una blusa blanca, con los dos primeros botones desabrochados —con toda la intención del mundo—, ya que todavía me podía permitir el lujo de ir sin sujetador y además, sentir el roce de mis pezones al tacto de la seda, me enloquecía. Y como no podía ser de otra manera, me había calzado mis adorados zapatos de tacón de Manolo Blahnik. Resumiendo que no es que estuviese atractiva, sino que era imposible que el más frío de los hombres, no se girase para mirarme.

¡Todos, menos él! Que apenas me miró a los ojos con desgana cuando me abrió la puerta de la consulta.

¡Detesto esos saludos formales de los profesionales cuando te dan la mano! —No lo soporto—. ¿Se pierden las formas cuando das un par de besos? Ya no lo sé, la verdad. Porque el nerviosismo y las ganas de meterme en la mente de José, cada vez son más poderosas.

—Dígame, Giselle, ¿en qué puedo ayudarla? ¡Cuénteme!

¿Ayudarme, contarle? —¡Joder!, ese tipo me podía ayudar bien sabe Dios cómo y de qué manera—, pero menos mal que la telepatía no existe, de lo contrario ya hubiera podía intuir que comenzaba a exudar el aroma del deseo.

—No estoy acostumbrada a estar sentada en estos divanes; ni tampoco sé que decirle.

—Entonces túmbese, —estará más cómoda— y limítese a contestar a las preguntas que le haga; por lo menos hasta que se sienta más relajada y me cuente por sí misma que le sucede.

¡Dios!, no sé si tumbarme había sido lo más acertado, porque sentir esa voz tan grave detrás mío haciéndome preguntas de lo más intimas, me estaba poniendo por minutos cada vez más y más... ¿nerviosa o excitada?

Cuando José comenzó a preguntarme sobre mi vida íntima, —de repente esa extraña hipocresía que nos conduce a mentir se apoderó de mí—, inventándome una vida sexual de lo más clásica y aburrida. ¡Vaya! Que le dije que una vez por semana, el típico misionero y poco más.

—Comprendo, Giselle.

Jamás me había sentido tan estúpida y patética, como ése día. —"Comprendo, Giselle"—, nunca antes había escuchado una frase con más sorna, como la que acababa de escuchar.

De repente comencé a sentirme de nuevo como esa niña asustada, como cuando el profesor que te atrae se pone detrás de ti mientras éste, está dictando. —Que de repente no sabes si "haber" se escribe con "h" o no–.

Qué ridículos nos sentimos cuando no sabemos cómo dominar la situación. ¡Y ése era mi verdadero problema!

Estaba empapada de sudor, ya no sabía si era por los casi treinta y siete grados que hacía en Madrid o porque su sola presencia, acaloraba mi interior.

—¿Se encuentra bien? La noto demasiado nerviosa, ¿quiere que le traiga un vaso de agua? ¿Que abra las ventanas?

—Sí, por favor. Necesito un poco agua.

Realmente no es que necesitase beber agua, lo que realmente necesitaba era saber que narices me estaba pasando y lo que me empujaba a estar en un estado, completamente inusual en mí.

Cuando me incorporé del diván para coger el vaso de agua que José me había traído —el tacón me falló—, haciendo que perdiera el equilibrio.

En su fracasado intento de cogerme para que no me cayera al suelo, provocó que ambos terminásemos tumbados en el diván.

Cuando le sentí sobre mí —dejé de ser yo—.

Son de estas situaciones atípicas que solamente están en tu cabeza y que jamás piensas que se puedan dar, pero que se dan. ¡Y vaya que si se dan!

Todavía recuerdo con qué maestría me desnudó y cómo con su lengua recorrió cada centímetro de mi cuerpo, consiguiendo que cada bello de mi piel, se erizase. Sentada en el diván, mientras que él estaba arrodillado en el suelo, comenzó a besarme el interior de las piernas, hasta llegar a mi sexo, donde detenidamente empezó a besarlo.

Por más que quise resistirme y no abandonarme tan pronto al placer, no pude.

Ya ha pasado tiempo desde aquella experiencia. Y aunque apenas intercambiamos algunas palabras para intentar solventar lo que yo pensaba que tenía que solucionar, he llegado a la conclusión, que "ésa" confesión en el diván me sirvió para darme cuenta de que sería un error fingir lo que no soy...


martes, 21 de mayo de 2013

Desamor


Maldita distancia
la que nos separa
cuando llega la noche
...
y la luz se apaga.

Absurda conversación
la que mantenemos,
cuando al hablar
ni nos comprendemos.

Maldito amor
el que por ti siento,
cuando al decirte, te quiero.
Sólo escucho un silencio.

Maldita desgracia
la que yo tengo,
cuando al cerrar los ojos
ni en mis sueños te encuentro.

Maldito amor el que por ti siento
cuando lejos de ti,
no sé quien soy
ni de donde vengo.


Rubizul
 
 

sábado, 11 de mayo de 2013

Ni hubo copa, ni cigarro...

          Era absurdo luchar contra mi propia personalidad y pese a que trataba de controlar mis impulsos, el intento siempre era en vano.
 
          Todo sucedió aquella tarde de verano, cuando al salir a dar una vuelta para despejarme del cansancio que supone una tarde intensa de reuniones; decidí que lo mejor sería aceptar la proposición que él me había realizado.
 
          Siempre estaba buscando excusas para evitar lo que hasta ese día inevitablemente sucedió. Tal vez porque prefería que él pensara que yo era la muchacha seria y jefa de un gabinete de prensa.  Por más que él intentaba una y otra vez convencerme para tomar una copa —como una buena maga—, siempre sacaba de mi chistera personal, cualquier frase estudiada para darle un quite y salir airosa.
 
          Hasta ese día, en el que una vez más, la aprendiz de loba tuvo la necesidad de saciar su apetito sexual. Nada me excitaba más, que la idea de pensar como era él en la intimidad.
 
          Sus ojos verdes y su carácter despistado, era hasta ese día, el mayor enigma de mi vida. Enigma, que evidentemente descubriría.
 
          Al final llegué al bar donde habíamos quedado. Iba vestido de sport, pero igualmente despertaba en mí, esa curiosidad, que en ocasiones me hacía comportarme como una adicta al sexo.
 
          Lo más correcto y lo que quizás todo el mundo esperaría de mí, es que fuera él, que como hombre diera el primer paso. Pero... Me negaba a seguir engañándome y tenía que acabar con esa tensión sexual, que desde el minuto cero hizo acto de presencia en lo que llamábamos "amistad". Y sí, claro que era amistad. ¿Pero quien no ha volado con una amigo/a? ¿Quién no ha deseado besar a un amigo/a?
 
          Tal vez aquellas personas arcaicas y con prejuicios no puedan entender el por qué de mi comportamiento. Aunque sinceramente no me importa, porque todavía sigo teniendo la duda de si lo escrito es un relato o un efímero rato.
 
          —¡Sí, le besé!—, no podía estar esperando a juegos absurdos de personas que ya rozan cierta edad. Tal vez dar ese paso fue la señal que él estaba esperando para dejar de controlar su deseo. A fin de cuentas lo que ambos queríamos, —era descubrirnos en la intimidad—.
 
          Ni hubo copa, ni cigarro...
 
         Nos fuimos como quien huye de la policía, con ganas de llegar al coche. Fue conduciendo velozmente por el camino que llevaba al acantilado. Como si de una guerra de titanes se tratase, nos desnudamos con una furia incontrolable. Mientras que nuestras lenguas protagonizaban la mejor de las guerras. Sin preguntas, sin porqués, tan sólo devorándonos a besos, profesándonos infinidad de caricias en cada rincón de nuestro cuerpo, hasta que de nuevo y una vez más terminé aullando hasta no poder más.
 
          Firmado:
          La aprendiz de Loba.
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