A
Ella no le temblaban las piernas por los nervios, sino por la firmeza de quien
ha decidido mirar de frente a la incomodidad.
Llevaba
meses con una mezcla de respeto, deseo, confusión y palabras
atrapadas.
Y
ese día, por fin, hablaría.
Todo
había comenzado con un gesto. No una caricia. No una insinuación torpe.
No. Un gesto que cruzó una línea. Silencioso, preciso, cargado de intención. Y
tan inesperado que la dejó muda por dentro.
Él,
quien vestía la bata blanca y parecía impertérrito, era de los que hablaban poco…
pero observaban mucho. De los que sabían usar el silencio para parecer serenos,
cuando en realidad estaban calculando cada milímetro de cercanía.
Aquella
vez le cogió de la cintura. Y no como quien ayuda a un paciente. Sino como
quien invita a algo, sin querer hacerlo...
Ella
no respondió. No por miedo. Sino por respeto. A ella. A él. A la bata. A ese profesional que fue hasta ese momento.
Pero
el cuerpo recordó. Y la mente… empezó a escribir.
La
siguiente vez que le vio, ya no había inocencia, aunque todo siguió envuelto en
cortesía. Él la miró como si supiera que algo había quedado suspendido, como si
su gesto anterior hubiera abierto una puerta que ahora no se atrevía a cruzar… pero
tampoco quería cerrar.
Cuando
se acercó para agradecerle un detalle —un gesto amable por parte de ella— volvió
a posar sus manos en su cintura.
Pero
esta vez, ella se dejó llevar… un segundo. Y le rodeó el cuello con sus brazos.
Breve. Sincero.
No
se dijo nada. Pero en aquel silencio, se escribieron párrafos enteros que
ningún informe podría contener.
A
partir de ese momento, todo cambió. Las consultas se llenaron de pequeñas
pausas. De gestos que no eran obligatorios. De preguntas fuera de protocolo. De
ese tipo de atención que no está en el manual, pero que todo el mundo percibe.
Un
día le dijo que se iba otra clínica en Madrid y que allí había un especialista
de columna y quedó en que le llamaría. Ella le dio su teléfono, pero.. esa
llamada, jamás se produjo, por lo que estaba claro que su intención no era
preocuparse por la salud de su paciente.
Hasta
que un día, mientras que la estaba infiltrando le dijo que le habían propuesto irse a Dubai, ella le dijo que no se fuese, que le necesitaba como doctor y entonces el le dijo: Vente tú también. Así. Como si el mundo se detuviera y esa frase fuera la receta más
peligrosa de todas.
Se
quedó helada como cuando posó sus manos por primera vez en su cintura y al rato
le dijo: Haré como que no he escuchado nada.
El
seguía hablando hasta que ella, sin perder la calma, respondió con algo que aún
retumba en su memoria:
—
Piensa con la cabeza… pero con la de arriba—
Y
todo se volvió más frío. Él se reconoció. Se replegó. Se volvió correcto. Como si su ego hubiera recibido un “no” que, en realidad, nunca fue eso. Porque Ella no lo rechazó. Solo puso el límite que él no supo ver.
Desde
entonces, algo cambió. Él empezó a recibirla con una corrección casi
quirúrgica. Todo era más rápido, más mecánico, más frío. Como si tuviera prisa
por pasar a la siguiente paciente…o por no quedarse demasiado tiempo dentro de
su propia contradicción.
Y
sin embargo, seguía teniendo esos gestos que nadie más recibía: le cogía la
muleta, le compró una botella de agua, subió a ver a su padre —cuando ni era su
paciente, ni tenía por qué—le abría la puerta, le preguntaba por detalles que
no estaban en el historial clínico: como donde se iba a ir de vacaciones, etc.
Ella
empezó a notar ese baile absurdo entre la distancia y el cuidado. No era
indiferencia pero tampoco cercanía. Era una mezcla incómoda de lo que fue y lo que
ninguno se atrevía a nombrar.
Intentó
no volver durante un tiempo. Pensó que si ponía kilómetros de por medio,
también pondría olvido. Pero no fue así.
Escribió como solo ella sabe hacerlo. Poemas con piel, con memoria, con pudor y con
deseo. Textos en los que no había nombres, porque su elegancia y su educación,
no le permitían mostrar nada más. Porque escribir era su manera de hablar sin hacer escándalo y de intentar crear conciencia para que se supiese que lo que estaba sucediendo, no era ético.
Y todos esos escritos alguien los leía. De eso Ella ya no tenía dudas.
Una
vez escribió el siguiente párrafo en un relato:
Me
encantaría saber cómo eres físicamente, pero no lo sé. Ena solo me habla de lo
que la haces sentir, nunca te ha descrito. No sé si eres alto, de cabello
castaño, ojos claros y mirada pícara, o si, por el contrario, eres moreno, con
una perilla incipiente y una mirada cálida y transparente.
Y
la siguiente vez que fue a consulta… la perilla
había desaparecido.
Cuando
la vez anterior ella le preguntó: —¿Otra vez perilla?— Y él contestó, jugueteando
con ella, me hace más interesante.
Curioso
cuando menos que después de haber publicado esas letras, él… cambiase su
imagen. Tal vez porque ese relato fue lo más parecido a un espejo.
Un
día, su perfil de LinkedIn fue visitado en modo oculto por una persona cuyo cargo era de atención al paciente, de la clínica donde él a día de hoy sigue trabajando. Ella no necesitaba
pruebas. Sabía que cuando uno incomoda con elegancia, siempre hay quien
quiere mirar… pero sin ser visto.
Y
entonces decidió hacerlo. Hablar. Cerrar el círculo. Poner voz —su voz— a lo
que solo había sido gesto. Pidió cita a última hora. Pero algo ya le
anunciaba lo que iba a encontrar: por segunda vez en dos años, él no la llamó
por su nombre, sino por un número. La otra vez había sido después de aquella frase de “piensa
con la de arriba”… y esta vez, después de haber leído todo lo que ella había
escrito.
Ella
lo supo: la literatura le había tocado… aunque él fingiese lo contrario.
Se
sentó. Le miró a los ojos. Y con los arrestos que a el le faltaron, le dijo, con
calma:
—No
puedo seguir viniendo. No te veo como doctor. No he podido olvidar lo que pasó
en agosto… y me cuesta estar aquí.
Ella le recordó todo lo que había sucedido paso a paso y él sin mirarle a la cara, mientras que rellenaba un talón para mandarle una resonancia, le dijo: Yo no lo recuerdo, no recuerdo nada. No sé qué pasó.
Una
pausa. Otra evasiva. Y finalmente él dijo:
Se ha cruzado una barrera. No puedo seguir atendiéndote. —¡Qué ironía!—.
Ella
recordó en ese instante algo que vivió —pero de una manera muy distinta— Hace
muchos años, otro sanitario, en una situación similar, también había cruzado
una línea. Pero ese hombre, ese "señor" sí tuvo el valor de
decírselo. De asumir.
La
vez siguiente que tuvo que regresar a recoger unos resultados la invitó a
sentarse y le dijo:
—No
puedo seguir atendiéndote. Lo que hice no estuvo bien—.
Luego
le pidió disculpas. Y con el tiempo, hasta la llamó para quedar para hablar,
con respeto, con verdad; y de esa verdad, nació un relación que duró cinco años.
Ella
se puso de pie, decepcionada, porque el hombre al que había admirado, justo en
ese preciso instante, se había esfumado.
Ya,
cercanos a la puerta, Y ahí, de pie, frente a frente.
Y
él, sin sostenerle la mirada, dijo:
—Si
te cogí por la cintura, fue sin querer. Siento haberte causado problemas…—
Ella
le dijo:
—Espero
que esto no lo suelas hacer con todas. Porque yo me he callado… pero otra
podría haberte armado una buena—.
Él
no respondió. Solo tragó saliva. Y ella, por primera vez sin miedo, remató:
—Te
tienta mi presencia, ¿verdad?—
Fue
entonces cuando él, visiblemente alterado, se acercó a la puerta. La abrió con
torpeza, como si necesitara que todo acabara ya, y dijo lo único que su ego
herido fue capaz de pronunciar:
—Ana María… basta ya. Vete.
Cuando
durante más dos años, antes de entrar a su consulta, la había llamado por su nombre. No fue un lapsus, sino miedo, miedo a saber que lo que escuchó era cierto.
No
la volvió a llamar “amiguita”, como en más de una ocasión hizo. No la volvió a tocar. No
la miró más. Y en ese instante, Ella entendió que se había marchado antes de salir. Porque lo dicho ya no le
pesaba. Porque el deseo ya no la dominaba. Porque el silencio ya no la retenía.
Y entonces supo que a veces no hace falta ser recordada con cariño... basta con haber logrado ser
inolvidable.
Habrá
otras que le roben besos, caricias u orgasmos… pero todo eso se lo llevará el
viento.
Yo jugué en otra liga. Y eso… "amiguito", jamás se olvida.
Seguramente vivas el resto de la vida con la incómoda sensación de que alguien te está mirando a la nuca.