lunes, 31 de marzo de 2025

Demasiado mujer para tan poco gesto.

 

“Lo que una vez dolió, hoy solo merece ser contado como quien cierra la última página de un capítulo innecesario.”

 

Demasiado mujer para tan poco gesto
(por Ena)

Una vez, una mujer fue a consulta por una lesión… y salió con una historia que no estaba en el diagnóstico. Ni en el protocolo.

Él, el de la bata, cruzó la línea. No con una frase vulgar, ni con una proposición indecente. ¡No! Lo hizo como suelen hacerlo los que saben que están al borde… y aun así avanzan.

Un gesto. Un roce. Un susurro disfrazado de silencio.

Ella, que no era ingenua pero sí respetuosa, se contuvo. Porque no todas las respuestas se dan en voz alta. Y no todas las batallas se libran al instante.

Durante meses, escribió. No para vengarse. Sino para no enfermar de silencio.

Él no lo supo sostener. Ni el gesto, ni las miradas, ni el eco de su propia contradicción.

Se fue retirando con torpeza, escondiéndose detrás de papeles, de evasivas, de excusas. Hasta que un día, le dijo que no recordaba nada. Y luego, sin sostenerle la mirada, se disculpó por eso que “no recordaba”.

—Curioso—

La mujer, entonces, entendió que no hacía falta gritar para hacer temblar.

Ni denunciar para incomodar. Que a veces, la pluma afilada y la compostura valen más que cien megáfonos.

No lo nombró. No hizo escándalo. Pero lo dejó escrito.

Y aunque él jamás lo reconozca, su cuerpo lo supo. Porque después de una frase en un relato…cambió de imagen. Porque después de cada texto, cambiaba su forma de tratarla…

Y no solo él la leía. También lo hacían otros… 


Porque cuando una mujer escribe con dignidad, hasta el que no fue parte… se siente aludido.

 

Hoy, ella lo cuenta como quien cuenta una anécdota. Como quien limpia el polvo del recuerdo sin rencor. Ya no hay pena. Ya no hay deseo. Solo un aprendizaje con nombre invisible y una lección escrita con buena letra: "Nunca subestimes a una mujer que es tímida… y escribe".

Porque si se va en silencio, es porque ya sabe que su historia la va a contar ella. Y que él… solo será una línea más. Ni gloriosa, ni eterna. Solo… una línea más. Así que pasaste de ser persona a personaje. Un personaje, que con este último escrito, decido soterrar. 

 

Cuando al escribir ya nada duele, nada se te remueve por dentro, nada te importa, te sientes liberada y capaz de comenzar a escribir otro libro, con otra nueva historia, con otras nuevas vivencias, mejores o peores, pero nuevas…

Gracias por ser como fuiste hasta ese día...


29/03/2025 20:15

Nota: Aunque se publique el 31/03/2025, no está publicada de manera manual, sino programada a la hora que se finalizó el escrito que fue, la hora de arriba indicada.


viernes, 28 de marzo de 2025

Reflexiones de una rubia atípica.

 


Viernes, 28 de marzo. Hace sol, me encantan estos días. Ves las cosas con más ilusión, con más ganas que cuando llueve y está todo gris. 


Hoy he dormido bien. Desde hace un tiempo me costaba conciliar el sueño; supongo que cuando llevas tiempo callando algo, duele. Pero una vez que expresas lo que sientes, te liberas. La verdad es que hoy me he levantado filosófica y no sé por qué. Os aseguro que he desayunado lo mismo de siempre. Tal vez sea que soy una rubia atípica y, en ocasiones, “sobrepienso” las cosas antes de hablar o actuar, aunque creo que todos deberían ser en cierta medida así.

—¿Se puede querer a más de una persona?—

Pregunta compleja para aquellas personas que no tienen la mentalidad abierta o que tienen la piel fina.

Esta es mi teoría, aunque no pretendo haceros cambiar de opinión, ni que a estas alturas de vuestra vida os replanteéis si lo que sentís es lo más acertado.

Seguramente este planteamiento os asuste, pero quiero que os hagáis estas preguntas que voy a formular:

Partiendo de la base de que vuestros padres se llevan bien y no tengan una relación tóxica: ¿A cuál de los dos queréis más? No podéis escoger a los dos, solamente a uno. Complicado, ¿verdad?

—Sigamos entonces—

No sé si seréis padres o no, pero si lo sois y tenéis más de un hijo, ¿a cuál queréis más? ¿Por cuál daríais la vida? Cuesta responder, ¿verdad?

—Sigamos entonces—

Si tenéis hermanos o sobrinos, solo podéis elegir a uno. A uno que queráis. No pueden ser más, solo uno. Complejo escoger, ¿no es así?

          Entonces, ¿por qué solemos tener la tendencia a amar únicamente a una persona, a tener solo una pareja?

Se quiere a ambos padres —otra cosa es que te lleves mejor con uno que con otro—, pero quererlos, los quieres a los dos.

Si tienes hijos, es imposible no dar la vida por todos, porque se les quiere por igual.

Y aunque tengáis muchos hermanos o sobrinos, aun teniendo algún favorito, los queréis a todos.

 

Lo que la mayoría de las personas cree que es amor, quizás no lo sea exactamente. Es haber decidido ser monógamo, que es una elección.

El amor o el deseo son irracionales, no son decisiones. Simplemente suceden, sin más. Es imposible frenarlos. Si no lo creéis, haced esta reflexión: ¿Podríais parar un AVE con la mano? ¿Podríais poner puertas al campo? ¡No, verdad!

Es algo irracional. Aunque tengas pareja y estés enamorado, puedes sentirte atraído por otra persona. Solo que no todo el mundo es leal a lo que siente, y lo esconde. Pero ocultar algo, con el tiempo daña, se somatiza.

Todos tenemos “calentones”, todos podemos sentirnos atraídos por alguien e incluso llegar a quererle. Otra cosa es admitirlo o no.

Pero ahora entenderéis, o eso espero, que lo que consideráis “amor” muchas veces no es más que “monogamia” o en determinados momentos, “fidelidad”.

Porque a nadie lo trajo una cigüeñita. Descendemos de una rama evolutiva de primates, y como tales tenemos instintos que racionalmente, debido a nuestra evolución como seres humanos, intentamos controlar.

Pero el deseo y el amor siguen siendo irracionales.

 

Bueno, voy a finalizar ya, voy a comer, que vais a pensar que por ser viernes estoy mal, y os aseguro que no es así. ¡Feliz fin de semana!


 

Eva Mª Maisanava Trobo

jueves, 27 de marzo de 2025

Te consideró alguien y resultaste ser solo algo.

  

Miércoles 27 de marzo.

Ya no llueve. Hace un día soleado, ya no te pienso, ya no te sueño, ni tan siquiera creo que alguna vez hubieses existido.

 

¿De verdad piensas que ella no sabe que es una perita en dulce? ¡Claro que lo sabe! Pero no por ello se ha de mostrar liviana o ligera.

Ella decide cómo, dónde y con quién. Lo que sucede es que, muchas veces, lo que elige no está a la altura de lo que ella creía.

Porque a ella no se la encuentra en un surtido variado. Ella está en la zona Gourmet, en la estantería Delicatessen, a la vista de todos, al alcance de algunos, pero solo para paladares exquisitos. 


Te pasó como a muchos, pensaste que como tenía esa apariencia de niña angelical y maleable, te resultaría fácil actuar sin dejar huella. Pero seguramente descubriste que ella era escritora y que no se le daba mal. Allí te diste cuenta de que nunca estarías a su altura.

Porque para estar con una mujer como ella hay que saber que es un ave libre, que aunque en ocasiones alce el vuelo, siempre regresará al nido.

Habrá otras que te roben besos, caricias, abrazos, orgasmos. Pero eso es algo intangible. Pero… ella escribiendo logró que los cimientos de tu vida temblasen, y eso, aunque hoy en día no quieras admitirlo, nunca, jamás, se olvida.

Al final, lo escrito resultó ser la realidad. Pasaste de ser alguien a quien ella admiraba, a convertirte hoy en día en materia prima para sus escritos y alimento para su ego.


La mujer sin rostro.



La yegua indómita

 

Nota introductoria al poema “La yegua indómita”

Hay despedidas que no necesitan nombres, solo metáforas. Este poema no nació del despecho, sino de la dignidad. Es una forma poética de liberar lo que ya no duele y de dejar claro que hay gestos que no se olvidan… porque fueron más elocuentes que cualquier palabra.

Aquí no hay rencor, solo memoria. La qué tú no tuviste. Y si alguien se reconoce en estas líneas, es porque la literatura, a veces, es el espejo que el alma no quiere mirar.


Tu ex paciente.

 

 

La yegua indómita


(por Ena)

 


No era una potranca de establo,
ni una cría dócil de corral.
Era una yegua libre, de mirada firme
y galope con ritmo propio.

Se acercó al jinete,
no por necesidad,
sino por juego, por curiosidad…
por ese deseo que no teme al polvo del camino.

Él creyó poder domarla,
ponerle riendas sin preguntar,
tocar su lomo sin haber ganado su respeto.

Pero ella no se ofrecía,
ella elegía.
Y cuando lo hizo,
lo hizo sin miedo,
con el alma abierta
y el cuerpo aún más valiente.

Él retrocedió.
Y no fue por falta de deseo,
sino por exceso de cobardía.

Porque no todos los hombres
saben montar a una yegua salvaje
sin intentar cortarle las alas.

Ahora… ella sigue galopando.
Con más fuerza, con más viento.
Porque si algo sabe la yegua libre,
es que no necesita ser montada
para saber quién es.

¡Demasiado yegua para tan poco jinete!



 

Afrontando lo vivido haciendo catarsis.

 

 

Fui. Lo miré a los ojos. Dije lo que durante meses me quemaba por dentro y él intentaba disimular por fuera.

No me tembló la voz. Tampoco me tembló el alma. Porque cuando lo vivido se dice con respeto, se sostiene en el tiempo.

El 24 antes de irme, me dijo que el 31 me infiltraría y que regresase a las dos semanas y que después fuese a otro especialista. 

Hoy, 27 de marzo, he recibido una llamada de la clínica indicándome que por motivos personales esa cita había sido cancelada. Esa actitud es propia de aquellos que saben que actuaron mal y que no tienen la conciencia tranquila. 

Primero dijo no recordar nada. Después, sin sostenerme la mirada, confesó entre líneas: —Si te cogí por la cintura fue sin querer. Siento haberte causado problemas—.

Nadie pide perdón por algo que no recuerda. Y nadie se pone tan nervioso si no hay algo que esconder.

Intentó desviar, calmar, concluir. Pero yo también tenía derecho a mi cierre. Así que hablé. Y me fui…

No como víctima. Sino como mujer que se sabe en paz.

Escribo esto no por revancha, sino por liberación. Porque hay silencios que enferman más que cualquier lesión. Y cuando se rompen, el cuerpo lo agradece.

En ocasiones, lo más sano no es que alguien te cure…sino que alguien ya no te duela.

A veces, lo experimentado no necesita ser gritado para ser creído.

Basta pensar en esto: ¿Qué necesidad tendría una mujer casada de exponerse así, si lo plasmado no hubiese sido vivido?

 

Y si él no lo entiende, es porque nunca supo sostener la mirada de una mujer que fue sincera, clara, honesta y transparente.

—Todo lo que él no fue. Todo lo que a él le faltó—.

Porque yo le admiré, le respeté. Y por ese respeto callé durante mucho tiempo. Solo escribí. Solo me contuve. Otras habrían hablado. Yo elegí no hacerlo por agradecimiento al detalle que tuvo al visitar a mi padre, cuando eso no le correspondía hacerlo. Aunque visto desde fuera, hoy, casi estoy segura de que con ese gesto estaba tejiendo su cercanía.

Y si él piensa que yo pasé la línea, que esto fue una exageración o una invención, entonces no me conoció en absoluto. Porque hasta en lo más mínimo me cuidé…

Incluso al ir a la consulta para infiltrarme, decidí comprarme expresamente un pantalón de campana, solo para esos días. —Dos días al año—.

Porque sabía que así podía subirme la pernera sin necesidad de quitármelo.

Y él lo sabía. Se lo dije:

—Este pantalón solo lo uso cuando vengo aquí, a que me infiltres—.

Otra mujer, con otras intenciones, habría ido con un pantalón más ajustado, provocando una situación innecesaria.

Yo no. Yo me vestí con respeto. Como lo hice todo este tiempo.

Solo una vez no llevé ese pantalón, y fue porque mi padre estaba ingresado. Pasé la noche con él y no me dio tiempo a cambiarme.

Pero ese día, además, mi madre estuvo presente en la consulta.

Nada podía malinterpretarse. Y aun así, él lo sabe. Lo sabe todo.

Y si todo lo escrito lo hubiese realizado desde la rabia o el despecho, habría mencionado nombres, lugares o especialidades, aunque eso hubiese tenido consecuencias.

Pero desde el primer texto, lo he protegido más a él de lo que él me protegió a mí.

Y aun así, fue incapaz de agradecer ese silencio. Ese cuidado. Esa prudencia.

 

Y aunque esta historia se centró en una sola mirada, hubo otras… que también estuvieron presentes.

Miradas que tantearon, que preguntaron sin preguntar, que sugirieron sabiendo, y se retiraron con más respuestas que dudas.

Hubo una vez que, durante una visita, alguien me habló de escritura.

No fue casual. Fue una prueba. Una forma de decir:

—Sé lo que estás haciendo. Sé lo que has dicho sin decirlo. Sé lo que está pasando—.

Y aunque me pilló por sorpresa, respondí con sutileza:

—No me digas que has visto lo que no deberías haber visto, y has dicho, lo que no deberías haber dicho, a quien no deberías habérselo dicho—.

A lo que él respondió: —¿Qué he visto? ¿Qué he dicho?

Hubo silencios tensos después. Y gestos. Y cierta frialdad inesperada en lo que antes fue amabilidad.

Pero también hubo una presencia que, sin saberlo, me ayudó a relajarme, a sostenerme. Una figura femenina, que con su serenidad y su nombre, me hizo sentir como en la gloria. Como si estar con ella fuera el mejor relajante muscular.

Y sí… escribí sobre ello. Porque escribir fue mi manera de no gritar. De no romper lo que otros disfrazaban de correcto y de avisar de que lo que se estaba haciendo no era lo más sensato.

Y si alguien se sintió aludido… que repase su memoria. Porque yo solo escribí lo que mi silencio ya no podía contener.

Y por si aún quedaba alguna duda, también lo viví en otras consultas. No era solo una mirada lo que me removía. Eran también preguntas personales en mitad de un tratamiento, como si la camilla fuera confesionario, y la anestesia local abriera la puerta a mi vida íntima. 

No preguntaba por el dolor físico. Sino por mis escritos, mis seguidores, mis palabras, por como estaba, por mis silencios… 

Esas preguntas se hacen en la calle, frente a frente y tomándose un café. Porque si los médicos tenéis ética, los escritores también. Porque en una consulta me han de preguntar por mi salud. Para hablar con la escritora ese ni es el lugar, ni el canal acertado. Por eso lo escribí, no para faltar el respeto o hacer daño, sino porque no procedía y más cuando había ropa tendida, a la que sutilmente invitaron a marcharse moviendo la mano. Sí. Lo vi aunque estuviese tumbada, me di cuenta perfectamente. 

Eso también me lo podías haber preguntado cuando fuiste al aseo. ¡Qué pena! Con lo que significabais para mí.

Pero aún con todo, porfavor, nunca dejes de ser así, ni de mirar de esa forma, porque aun en la distancia, mis musas, se alimentarán del reflejo de tu mirada y así, de esa manera, podré seguir escribiendo.

Porque cuando sabes que te leen, es complicado entrar por una consulta sin sentirte indefensa y desnuda. —Y esa indefensión, duele tanto o más como dientes en el corazón—.  Porque cuando escribo se que tengo la habilidad de acariciar el alma, pero los que me leen ya me vieron desnuda sin necesidad de quitarme la ropa. Y eso no podía ser. 


Y aunque respondía con cortesía, sabía perfectamente qué intención había detrás. Mis silencios fueron respuestas, y mis límites, evidencias que no todos supieron respetar.

Uno por su gesto, el otro por su curiosidad, y yo por cometer el pecado de sentir y de ser leal a mis principios. 



Recordad que, al final de esta historia, en esta batalla nadie obtuvo la victoria.

P.d: Al final, la rubia no era tan rubia.


Escrito por la paciente silenciosa que escribiendo hizo más ruido, que hablando.


Lo que no se dice también se recuerda.

 

 

A Ella no le temblaban las piernas por los nervios, sino por la firmeza de quien ha decidido mirar de frente a la incomodidad.

Llevaba meses con una mezcla de respeto, deseo, confusión y palabras atrapadas.

Y ese día, por fin, hablaría.

Todo había comenzado con un gesto. No una caricia. No una insinuación torpe. No. Un gesto que cruzó una línea. Silencioso, preciso, cargado de intención. Y tan inesperado que la dejó muda por dentro.

Él, quien vestía la bata blanca y parecía impertérrito, era de los que hablaban poco… pero observaban mucho. De los que sabían usar el silencio para parecer serenos, cuando en realidad estaban calculando cada milímetro de cercanía.

Aquella vez le cogió de la cintura. Y no como quien ayuda a un paciente. Sino como quien invita a algo, sin querer hacerlo...

Ella no respondió. No por miedo. Sino por respeto. A ella. A él. A la bata. A ese profesional que fue hasta ese momento.

Pero el cuerpo recordó. Y la mente… empezó a escribir.

La siguiente vez que le vio, ya no había inocencia, aunque todo siguió envuelto en cortesía. Él la miró como si supiera que algo había quedado suspendido, como si su gesto anterior hubiera abierto una puerta que ahora no se atrevía a cruzar… pero tampoco quería cerrar.

Cuando se acercó para agradecerle un detalle —un gesto amable por parte de ella— volvió a posar sus manos en su cintura.

Pero esta vez, ella se dejó llevar… un segundo. Y le rodeó el cuello con sus brazos. Breve. Sincero.

No se dijo nada. Pero en aquel silencio, se escribieron párrafos enteros que ningún informe podría contener.

 

A partir de ese momento, todo cambió. Las consultas se llenaron de pequeñas pausas. De gestos que no eran obligatorios. De preguntas fuera de protocolo. De ese tipo de atención que no está en el manual, pero que todo el mundo percibe. 

Un día le dijo que se iba otra clínica en Madrid y que allí había un especialista de columna y quedó en que le llamaría. Ella le dio su teléfono, pero.. esa llamada, jamás se produjo, por lo que estaba claro que su intención no era preocuparse por la salud de su paciente.

Hasta que un día,  mientras que la estaba infiltrando le dijo que le habían propuesto irse a Dubai, ella le dijo que no se fuese, que le necesitaba como doctor y entonces el le dijo: Vente tú también. Así. Como si el mundo se detuviera y esa frase fuera la receta más peligrosa de todas.

Se quedó helada como cuando posó sus manos por primera vez en su cintura y al rato le dijo: Haré como que no he escuchado nada.

El seguía hablando hasta que ella, sin perder la calma, respondió con algo que aún retumba en su memoria:

— Piensa con la cabeza… pero con la de arriba­—

 

Y todo se volvió más frío. Él se reconoció. Se replegó. Se volvió correcto. Como si su ego hubiera recibido un “no” que, en realidad, nunca fue eso. Porque Ella no lo rechazó. Solo puso el límite que él no supo ver.

Desde entonces, algo cambió. Él empezó a recibirla con una corrección casi quirúrgica. Todo era más rápido, más mecánico, más frío. Como si tuviera prisa por pasar a la siguiente paciente…o por no quedarse demasiado tiempo dentro de su propia contradicción.

Y sin embargo, seguía teniendo esos gestos que nadie más recibía: le cogía la muleta, le compró una botella de agua, subió a ver a su padre —cuando ni era su paciente, ni tenía por qué—le abría la puerta, le preguntaba por detalles que no estaban en el historial clínico: como donde se iba a ir de vacaciones, etc.

Ella empezó a notar ese baile absurdo entre la distancia y el cuidado. No era indiferencia pero tampoco cercanía. Era una mezcla incómoda de lo que fue y lo que ninguno se atrevía a nombrar.

 

Intentó no volver durante un tiempo. Pensó que si ponía kilómetros de por medio, también pondría olvido. Pero no fue así.

Escribió como solo ella sabe hacerlo. Poemas con piel, con memoria, con pudor y con deseo. Textos en los que no había nombres, porque su elegancia y su educación, no le permitían mostrar nada más. Porque escribir era su manera de hablar sin hacer escándalo y de intentar crear conciencia para que se supiese que lo que estaba sucediendo, no era ético.

Y todos esos escritos alguien los leía. De eso Ella ya no tenía dudas.

Una vez escribió el siguiente párrafo en un relato:

Me encantaría saber cómo eres físicamente, pero no lo sé. Ena solo me habla de lo que la haces sentir, nunca te ha descrito. No sé si eres alto, de cabello castaño, ojos claros y mirada pícara, o si, por el contrario, eres moreno, con una perilla incipiente y una mirada cálida y transparente.

 

Y la siguiente vez que fue a consulta…  la perilla había desaparecido.

Cuando la vez anterior ella le preguntó: —¿Otra vez perilla?— Y él contestó, jugueteando con ella, me hace más interesante.

Curioso cuando menos que después de haber publicado esas letras, él… cambiase su imagen. Tal vez porque ese relato fue lo más parecido a un espejo.


Un día, su perfil de LinkedIn fue visitado en modo oculto por una persona cuyo cargo era de atención al paciente, de la clínica donde él a día de hoy sigue trabajando. Ella no necesitaba pruebas. Sabía que cuando uno incomoda con elegancia, siempre hay quien quiere mirar… pero sin ser visto.

Y entonces decidió hacerlo. Hablar. Cerrar el círculo. Poner voz —su voz— a lo que solo había sido gesto. Pidió cita a última hora. Pero algo ya le anunciaba lo que iba a encontrar: por segunda vez en dos años, él no la llamó por su nombre, sino por un número. La otra vez había sido después de aquella frase de “piensa con la de arriba”… y esta vez, después de haber leído todo lo que ella había escrito.

Ella lo supo: la literatura le había tocado… aunque él fingiese lo contrario.

Se sentó. Le miró a los ojos. Y con los arrestos que a el le faltaron, le dijo, con calma:

No puedo seguir viniendo. No te veo como doctor. No he podido olvidar lo que pasó en agosto… y me cuesta estar aquí.

Ella le recordó todo lo que había sucedido paso a paso y él sin mirarle a la cara, mientras que rellenaba un talón para mandarle una resonancia, le dijo: Yo no lo recuerdo, no recuerdo nada. No sé qué pasó.

Una pausa. Otra evasiva. Y finalmente él dijo:

Se ha cruzado una barrera. No puedo seguir atendiéndote. ¡Qué ironía!—.

Ella recordó en ese instante algo que vivió —pero de una manera muy distinta— Hace muchos años, otro sanitario, en una situación similar, también había cruzado una línea. Pero ese hombre, ese "señor" sí tuvo el valor de decírselo. De asumir. 

La vez siguiente que tuvo que regresar a recoger unos resultados la invitó a sentarse y le dijo:

—No puedo seguir atendiéndote. Lo que hice no estuvo bien—.

Luego le pidió disculpas. Y con el tiempo, hasta la llamó para quedar para hablar, con respeto, con verdad; y de esa verdad, nació un relación que duró cinco años.


Ella se puso de pie, decepcionada, porque el hombre al que había admirado, justo en ese preciso instante, se había esfumado.

Ya, cercanos a la puerta, Y ahí, de pie, frente a frente.

Y él, sin sostenerle la mirada, dijo:

Si te cogí por la cintura, fue sin querer. Siento haberte causado problemas…

Ella le dijo:

Espero que esto no lo suelas hacer con todas. Porque yo me he callado… pero otra podría haberte armado una buena—.

Él no respondió. Solo tragó saliva. Y ella, por primera vez sin miedo, remató:

Te tienta mi presencia, ¿verdad?

Fue entonces cuando él, visiblemente alterado, se acercó a la puerta. La abrió con torpeza, como si necesitara que todo acabara ya, y dijo lo único que su ego herido fue capaz de pronunciar:

Ana María… basta ya. Vete.

Cuando durante más dos años, antes de entrar a su consulta,  la había llamado por su nombre. No fue un lapsus, sino miedo, miedo a saber que lo que escuchó era cierto.

No la volvió a llamar “amiguita”, como en más de una ocasión hizo. No la volvió a tocar. No la miró más. Y en ese instante, Ella entendió que se había marchado antes de salir. Porque lo dicho ya no le pesaba. Porque el deseo ya no la dominaba. Porque el silencio ya no la retenía.

Y entonces supo que a veces no hace falta ser recordada con cariño... basta con haber logrado ser inolvidable. 


Habrá otras que le roben besos, caricias u orgasmos… pero todo eso se lo llevará el viento. 

Yo jugué en otra liga. Y eso… "amiguito", jamás se olvida.

Seguramente vivas el resto de la vida con la incómoda sensación de que alguien te está mirando a la nuca.


Me fui con la cabeza alta, sin hacer ruido y elegante.

 

Me fui con la cabeza alta, sin hacer ruido y elegante.

(por Ena)

 


No fue mi voz la que temiste,
sino que alguien, por fin,
pusiera nombre a tu gesto
sin escándalo,
sin rencor,
pero con verdad.

No fue mi presencia lo que incomodaba,
sino mi mirada limpia,
esa que ya no te debía nada.

Fuiste tú quien cruzó la línea
sin saber si quería pasarla,
y fui yo
quien la respetó,
incluso deseándote.

Te ofrecí silencio durante meses,
pero también dignidad cuando hablé.
Y elegiste huir
porque no supiste sostener
lo que provocaste.

No me arrepiento de sentir,
pero sí de haberlo sentido por alguien
que no supo responder
ni con palabras,
ni con altura.

Te deseé bien,
como se hace con quienes alguna vez fueron algo.
Pero me fui sin deberte nada.

Y entendí que no todos saben recibir amor,
cuando ni siquiera saben mirarse sin miedo


 

Carta a quién decidió olvidar.

 

No suelo escribir cartas para quien no va a responderlas. Pero esta vez no lo hago para abrir un diálogo, sino para cerrar una historia.

Una historia que tú comenzaste —aunque ahora lo niegues— con un gesto que cruzó la línea entre lo profesional y lo personal.

Yo, en su momento, puse la prudencia que tú no supiste sostener.

Y ahora me dices que yo he cruzado la barrera.

—¿En serio? ¿Quién fue el primero en hacerlo? ¿Desde cuándo un profesional actúa así y luego se refugia en su título para justificarse?—

No se puede apelar a la ética cuando ya fue violada por ti, con tu gesto, con tus miradas, y más tarde con tu silencio. No se puede pedir disculpas por algo que, según tú, no ha sucedido.

—Eso no es coherencia. Eso es cobardía—.

Durante meses callé. Me contuve. Luché contra el deseo y contra la duda. Y cuando por fin, con madurez —esa que tú no tienes— y serenidad, por el respeto que te tenía, te dije lo que guardaba…

Me cerraste la puerta, literal y simbólicamente.

No porque yo rompiera una norma, que tú ya rompiste antes. Sino porque tú no supiste sostener tu parte y necesitabas silenciarme para seguir con tu máscara de profesional intacta.

Hoy me doy cuenta de algo más. No me arrepiento de haber sentido. Pero sí me arrepiento profundamente de haber deseado a alguien que no supo comportarse como un hombre. Negar lo evidente no es profesionalidad. Solo eres una bata que sostiene tu cobardía.

—No busco justicia. No deseo revancha. Tan solo deseo de todo corazón que seas feliz—. 

Te dije lo que pensaba porque me educaron para decir la verdad y mirar a los ojos a las personas. Aunque comprendo que no sepas qué es eso.

Necesitaba recuperar mi dignidad; esa que tú nunca has tenido, ni tendrás.

Este texto no lleva nombres, ni fechas, ni iniciales. Pero si alguna parte de ti aún guarda memoria, sabrá que fue para ti.

Y si no… ya no me importa.

No sé si algún día leerás esto, pero... si lo llegas a hacer, solo espero que después de leerlo, no digas que no lo leiste.

Como escritora, sé cómo crear finales. Y aunque podría escribir varios, he decidido que sea este:

Ahora sí, la historia que escribiste a medias, la termino yo con esta carta y le pongo punto final.


P.d: Yo callé por respeto. Ahora escribo por dignidad. 



Nota aclaratoria a los lectores: Lo que callé por respeto, hoy decido escribirlo por dignidad.


Este comunicado que hago es para indicar que estos relatos y poemas que aquí vais a ver reflejados están basados en una experiencia personal que he vivido.

A partir del 24 de marzo de 2025, a las 20:00, finalizó de forma definitiva mi relación médico-paciente con la persona aludida de forma simbólica en este texto.

Por tanto, como ciudadana española y como escritora, hoy 27 de marzo, tengo pleno derecho a expresar mi experiencia emocional y personal, siempre dentro del marco del respeto y sin exponer datos confidenciales ni identificativos. 


Me ampara la libertad de expresión y creación literaria, recogida en el artículo 20 de la Constitución Española.

Por mi parte, he cuidado cada palabra escrita, evitando exponer, nombrar o dañar. No nace desde la rabia ni el despecho, ni tiene intención alguna de dañar reputaciones. Simplemente para crear conciencia ya que lo que en su día decidí callar, hoy decido escribirlo por dignidad.

Sin embargo todo lo que un paciente comunica en consulta —sea clínico, emocional o personal— está amparado por el secreto profesional.

Divulgar, comentar o compartir con terceros lo expresado en una conversación médico-paciente, aunque ya finalizada la relación, constituye una falta grave a la confidencialidad, sancionada por el Código Deontológico Médico y la Ley Orgánica de Protección de Datos. Teniendo graves consecuencias económicas hasta la inhabilitación.

Así como a ustedes —los sanitarios— se os exige ética con vuestros pacientes, yo, como escritora, también tengo ética con mis lectores.

Y si alguna vez uno se reflejó en un personaje, fue por su sombra, no por mi luz.


—Carta a quién decidió olvidar.

—Me fui con la cabeza alta, sin hacer ruido y elegante.

—Lo que no se dice también ser recuerda.

—Afrontando lo vivido haciendo catarsis.

—La yegua indómita.

 


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