sábado, 17 de agosto de 2013

Una estrofa compuesta de palabras.


          Siempre pensé que ir en metro era de lo más aburrido, pero cada día observando a las personas me di cuenta que era una fuente inagotable de inspiración para seguir creando esas historias que de vez en cuando escribía —confundiéndome en ellas—, y sin saber a ciencia cierta si eran reales o ficción. Pero... ¡Mejor así!, ¿verdad?

          Hasta ése día, llevaba mucho días atrapada en la monotonía, todos los días eran igual, nada parecía que en mi vida iba a cambiar; hasta ése día en el que mi mirada se cruzó con la de un desconocido.
 
          La fantasía era mi gran aliada, sin ella... ¿Qué sería de mí? ¿Y de vosotros?


         Durante varios días le había observado, siempre se comportaba como siguiendo un ritual, se sentaba en el asiento, se colocaba la camisa, abría su maletín de trabajo, sacaba un cuaderno, cogía su pluma y se ponía a escribir...

          Ése simple gesto cada día me llamaba más la atención. Tal vez porque era un "bicho" raro que al igual que la que suscribe la historia, —escribía a deshoras y en cualquier lugar—. Y por ése motivo, ese desconocido, me atraía.

          Allí, en ese momento, comenzó mi relato. No necesitaba hojas, ni un bolígrafo; con mirarle, y observarle me bastaba para escribir con mi mente, lo que ahora estás leyendo.

          Aquel desconocido se había convertido en mi obsesión, y tal vez en una víctima más de mis fantasías, o tal vez era yo un personaje creado por su mente. —¡No lo sé!, ya empiezo a dudar—.

          Nada hacía presagiar, que ese martes por la mañana iba a suceder algo distinto. Algo que a ésta escritora la haría cambiar su forma de ver la vida.
 
          Cuando me dispuse a sentarme en el asiento como cada mañana, observé que a su lado había un sitio libre, lo más fácil sería haberme sentado a su lado, observarle y tratar de leer lo que él escribía, pero ¡no!

          Me senté frente a él, para poder observar ésa mirada que cada día y con más fuerza aceleraba el ritmo de mis pulsaciones, consiguiendo de manera involuntaria provocar las ganas de querer ser esa pluma, —para ser acariciada con esa ternura y delicadeza con la que la sostenía—.

          Sin embargo y por sorpresa en la siguiente parada se sentó a mi lado. El corazón me latía tan fuertemente que se podía apreciar en el colgante que llevaba como se movía al ritmo de cada latido. Por fin pude leer lo que escribía.
 

          Allí estaba ella, observándome con esa mirada que acariciaba mi alma.

          Sin entender muy bien cómo se metió en mis venas como un torrente de energía —cada mañana—, me ilusionaba.

          Y despertó en mí las ganas de volver a escribir, como hace mucho tiempo que ya no hacía.

          Deseé desnudarla, susurrarla al oído que era mi musa, la mujer por la que yo suspiraba. Convertirla en prosa y acariciarla con cada palabra, para hacerla inmortal con el egoísmo de que mi corazón no dejase de latir, como lo hace cada día cuando la veo bajarse en la parada, —sin mirar atrás—, andando con esa seguridad, —cómo sólo ella lo hacía— dejándome sumergido en estas palabras, sin poderla decir que por su mirada... ¡Por su mirada, yo vivía!

 
          Cuando terminé de leer la última letra de aquel relato quise ser yo ésa mujer. Para poder tener la suerte de ser la musa que en esas letras describía; y tener el privilegio de susurrarle al oído cada noche mientras dormía:
 
          —No soy una musa, ni un sueño, ni una fantasía. Vivo esperando que llegue el momento de reflejarme en tu mirada para sentirme viva aunque solo sea en una estrofa compuesta de palabras...