miércoles, 21 de mayo de 2014

Sin preguntas, ni porqués; habitación 303.


          Llevaba tiempo encerrada en mi estúpido intento de dar vida a un relato. Escribía unas cuantas letras y las tachaba, ninguna maldita palabra colmaba de expectativas lo que quería decir en un relato. La pérdida de tiempo era cada vez mayor. Mi planteamiento de querer dejar esta locura por escribir cada día estaba más cercano. Sin querer, en lugar de disfrutar escribiendo, me había convertido en una esclava de mis musas; a la espera de que de alguna manera apareciesen en mi vida, como antes lo hacían.

          Pero, nada... Todo intento era inútil y la espera un sin vivir.

          Lo que anteriormente para mi era sencillo, se había convertido en una tortura que me estaba destruyendo por dentro; tal vez porque respetaba demasiado a mis lectores, y quería cuidar al máximo mis apariciones en blogs para no defraudarles.

          —¡Qué necedad de pensamiento! A fin de cuentas, muchos de ellos me querían, eran mis amigos, mi familia; no iban a juzgarme, ni a lapidarme porque la calidad no fuese la de antes. Pero no podía evitarlo. No quería que fuese un relato más, quería que fuese el único relato, aquél relato que aún leyéndolo más de una vez, consiguiera erizar cada vello de tu piel. ¡Y si, eso es lo que quiero!

          Intento ser menos exigente, pero no puedo. Me angustia la idea de haber perdido el buen hacer de hacerte sentir vivo, de hacerte dudar entre la mentira y la verdad, de hacer que tu pensamiento navegue a la deriva intentando averiguar que hay de verdad en el relato y qué de burda mentira. ¡Qué fácil me resultaba antes!

          Dicen que la experiencia es un grado.

          —¡Mentira! Si fuera así porqué ahora no puedo escribir, por qué no puedo escribir con palabras lo que me gustaría susurrarte al oído: ¿Por qué?

          La escritora que llevaba dentro ha muerto. Leo todo lo que escribí y me entran ganas de morir. Ya nada volverá a ser como antes, cuando escribía un relato y mi corazón temblaba; era tan grande la emoción que me embriagaba, que por momentos yo misma dudaba de si lo que te contaba era cierto o por el contrario una falsa.

          —¡Maldita sea mi estampa!—, nunca más volveré acariciar tu alma con mis palabras.

         

          Era inútil comerme más la cabeza. Tiré el folio a la papelera, me preparé una copa y me puse a navegar por internet, sin saber por qué lo hacía ni qué quería conseguir con ello. Tal vez olvidar, tal vez evitar de esta manera el suicidio de quien pudo ser una gran escritora.

          En estados de ansiedad, lo único que me calmaba era ver cuadros de mujeres desnudas, me daba paz; quizás porque en lo más profundo de mi ser, se encontraba sepultada una verdad que me daba miedo a reconocer.

 

          De repente vi esa imagen, a esa diosa desnuda y fue entonces cuando me acordé de él, de aquél hombre, de ése gran escritor.

          Hace muchísimo tiempo que no nos veíamos, tal vez desde que mi amiga presentó su novela de erotismo.

 

Desde aquél día que nuestras miradas se cruzaron,

desde entonces mi corazón estaba a la deriva.

Andaba perdida en mis recuerdos,

seguía siendo la musa de sus fantasías

y sin embargo, las mías, mis musas,

mendigaban  su atención,

con la esperanza de volverme a sentirme viva.

 

          Sentimientos dispares despertaba ese señor en mi, miedo, respeto, admiración, pero sobre todo, deseo. ¡Sí, deseo! Era imposible controlar mi deseo cada vez que le veía. Encender el ordenador, conectarme a las redes sociales y tenerle que vez como contacto, me enloquecía.

         

¡Qué difícil es controlar el deseo!

Que injusta es la vida,

que te pone la miel en los labios,

cuando tus labios rebosan vida.

 

          Y eso es lo que a mí me sucedía, quizás por eso estaba estancada entre dos océanos, sin rumbo y a la deriva.

          Amaba demasiado a mi pareja, tanto que el corazón me dolía cada vez que mi pensamiento —en contra de mi voluntad—, pensaba en él, en Roberto.

 

          Intentaba encontrar un equilibrio entre el deber y el querer, pero te juro, que no podía. No sé que me sucede con él, ni porque siento que todo me supera. Pero me atormenta reconocer, que sólo con él, que sólo al lado de Roberto, que sólo cuando estoy cerca de él, es cuando mis musas hacen su aparición de una manera insultante, tanto que me causa desazón. Puesto que me es imposible ordenar mis ideas, todas rebosan pasión y vida. Son ellas las que me convierten en esclava de mis letras, las que hacen que sin querer coja el móvil, busque tu teléfono, te mande un whatsapp con este contenido: Sin preguntas, ni porqués; habitación 303. El próximo día que nos veamos. Te espero como esta mujer que aparece en el lienzo: desnuda, sin miedo, convencida y con el deseo de acariciar el cielo entre tus brazos...


         

1 comentario:

  1. Hermoso relato, me ha encantado,lo he disfrutado plenamente, poco a poco, como se saborea un cafecito caliente cuando mas el cuerpo lo pide. Felicitaciones. A la musa siempre le gusta jugar al escondido pero cuando sale de su oculto lugar, suele sorprendernos, porque no da tregua a lo que sale de la mente y la habilidad de las manos.

    TRINA LEÉ DE HIDALGO

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