No era doctora. Ni periodista. Ni catedrática. No tenía másters, ni diplomas colgados en la pared. Su título era otro: escritora. Y con solo eso, parecía bastar para descolocar a los que llevaban años viviendo entre currículums brillantes y discursos de manual. Ena no lo buscaba, simplemente ocurría. Iban llegando, uno tras otro, como atraídos por algo que no sabían nombrar. Médicos, cirujanos, periodistas, abogados, economistas, ingenieros. Gente con carreras largas, con cargos, con reputación. Gente que, en teoría, no tendrían por qué fijarse en una mujer sin el perfil académico de ellos. Y, sin embargo, ahí estaban.
Y
ella, al principio, dudaba. —¿Qué tengo yo que ver con ellos? ¿Por qué me
siguen, me leen, me miran así?—
Hasta
que entendió algo: la formación puede impresionar, pero no enamora. La
inteligencia emocional, sí. La mirada limpia, también. La palabra bien dicha,
esa que atraviesa sin alzar la voz, es lo que más seduce y engancha.
Ena no sabía de anatomía ni de leyes. No entendía de macroeconomía ni de estructuras. Pero sabía, como pocos, detectar el dolor ajeno. No el físico, sino ese que habita en el alma. Y escribiendo, lograba que ellos se sintieran reconocidos. Su literatura era tan devastadora como sanadora: removía hasta los cimientos, pero también curaba donde nadie más llegaba...
No hablaba con
tecnicismos, pero escribía frases que hacían que los que sí lo hacían se
quedaran callados. Porque, de alguna manera, ella los entendía mejor de lo que
ellos se entendían a sí mismos.
Y
entonces dejó de preguntarse por qué. Y empezó a aceptar lo que era: una mujer
sin títulos colgados, pero con un lenguaje propio. Uno que no necesitaba
validación, porque ya había aprendido a hablar al mundo sin pedir permiso y a
escribir para esos que se sentían prisioneros de su carrera y de sí mismos.
Ena
22/04/2025 16:05
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchas gracias por dejar tu comentario. Para mí es muy importante.