No levanté la voz. No hice una denuncia, ni planté cara en un despacho. No fui escandalosa, ni me desbordé. —Solo escribí—.
Y escribiendo, conseguí lo que muchas no logran gritando: remover cimientos. La literatura tiene esa capacidad sutil —pero poderosa— de colarse por los rincones donde el ruido no llega.
Entre el 24 de febrero y el 23 de marzo, escribí una serie de relatos. No eran confesiones, ni desahogos del alma. Eran estrategias. Textos fríamente creados para generar reacción, no para desahogar un sentimiento real. Quería ver si, al insinuar una emoción, otros se atrevían a mostrar la suya.
Porque
mi decisión de marcharme ya estaba tomada desde mucho antes. Desde el 2 de
diciembre, cuando pedí la documentación de todo lo que se me había hecho hasta
ese momento. No fue una decisión repentina. Fue meditada. Silenciosa. Planeada.
Estuve
en su consulta el 7 de enero. Llevaba perilla. Se la acariciaba mientras me
decía, en tono cómplice, que le hacía más interesante. Pero el 24 de marzo,
cuando le volví a ver, ya no la llevaba. Nadie cambia su fisionomía en tan poco
tiempo si no hay un motivo aparente. Y a veces, un cambio estético es la forma
más disimulada de responder a algo que nos ha desnudado sin tocarnos: unos
relatos.
Mientras
otros esperaban una reacción evidente, yo opté por el silencio. Un silencio
incómodo, afilado, que se desplegaba en textos que no decían nombres, pero
apuntaban con precisión. Nadie podía señalarme. No había acusaciones, ni faltas
de respeto. Solo palabras tejidas con tacto. Pero esas palabras —y ellos lo
saben— pesaban. Porque cuando se escribe desde una verdad inteligentemente
construida, no hace falta alzar la voz.
Sin necesidad de levantar la mirada en una consulta, sin tener que señalar con el dedo, hice más ruido que con un megáfono.
Porque
escribir también es resistir. Y quienes me leyeron... saben que me entendieron.
Ena 11/04/2025 14:15
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